CON SUS EPIFANÍAS REDISFRUTE
CON SUS REVELACIONES HARTO GOCE
En un soneto, que es inolvidable para un vate que aún no ha publicado, Quevedo verseó cuanto él no ha echado en saco roto (es eso imaginable): “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”. Ahora, en falsos libros, más modernos, que se apilan en otros anaqueles, acaso un “deuvedé” halles sobre Apeles, memorioso pintor, de los eternos. Memorable es su “nulla dies sine linea”, ningún día sin su trazo o pincelada, que es de amigo abrazo, o de las nueve musas, ¡qué alucine!
Y quien dice de un pintor (griego, y de Alejandro Magno) puede decir otro tanto de una avispada, eficacísima, crédula y desengañada (en distintos momentos, claro) secretaria, verbigracia, la Tess McGill (que interpreta a la perfección Melanie Griffith) de “Working Girl” (obra titulada “Armas de mujer”, en España), la película que dirigió Mike Nichols en 1988, quien, cuando conoce inesperadamente el grueso de los tejemanejes ocultos de su jefa, Katherine Parker, “Kate” (papel que borda Sigourney Weaver), tate, amén de interesada, desleal, aprovecha la primera ocasión que le brinda el destino para probarse a sí misma y probar a los demás que vale para hacer (con la ayuda del honrado y competente Jack Trainer, rol con el que arrasa, interpretativamente hablando, Harrison Ford) negocios, aunque le falten algunas tablas para dar el pego como perita gestora con ideas propias y deshacerse, sin que apenas se note, del disfraz de impostora.
El guionista de la cinta, Kevin Wade, logró el difícil reto de dar de lleno en el blanco o centro de la diana, cuando, tras reunir un puñado de perlas, diseminó estas convenientemente, a lo largo de la película, en los parlamentos de dos personajes, sobre todo, los de Kate y Tess. Por ejemplo, estoy convencido de que nadie puede poner objeciones a lo que le replica Tess a Ginny:
“—Leo muchas cosas. Nunca se sabe dónde pueden surgir las grandes ideas”.
A quien escribe de manera regular, a diario, y es lector avezado, habitual, le consta, de manera fehaciente, que la que profiere Tess es una verdad como un templo, una certeza apodíctica, pues ha comprobado que su propio cerebro es capaz de procesar y establecer extrañas asociaciones entre sus neuronas, portadoras de ideas relampagueantes y graciosas (aunque no hagan gracia).
A “Kate” (cuya pauta de conducta es el adagio o refrán “por el interés, te quiero, Andrés”) le cuadra, como alianza en el anular, este pensamiento que le hace saber a Tess:
“—Nunca quemes tus naves. El capullo de hoy es el magnate de mañana”.
Sin embargo, otra de las ideas que Parker comunica a Tess, que encaja menos con su personalidad interesada y egoísta, es igualmente digna o incluso aún de mayor recuerdo:
“—¿Sabes, Tess? En este mundo no llegas a ninguna parte si esperas sentada a que te ocurra lo que deseas. Has de provocarlo tú misma”.
A dicha idea Tess le saca el máximo partido o provecho. En el filme hay otros diamantes pulidos, refinadísimos. Así que, a usted, atento y desocupado lector, sea ella o él, para no perdérselos, le recomiendo con especial encarecimiento que me haga caso y, si no tiene en casa el “deuvedé” de la citada cinta, acuda a la biblioteca municipal a solicitarla y, cuando esté relajada/o, redisfrute con sus epifanías, harto goce con sus revelaciones.
Ángel Sáez García