El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

A la que acompañó mi soledad

A LA QUE ACOMPAÑÓ MI SOLEDAD

DE PAISAJE HE MUDADO EN PAISANAJE

“Si mi primera y provisional muerte ocurrió cuando me talaron, conjeturo que el segundo y definitivo fallecimiento acaecerá cuando ya nadie me recuerde”.

La chopera

Esta tarde, ignoro el porqué (si es que lo hay; luego me dedicaré a hacer pesquisas, esto es, me esforzaré en indagar para ver si consigo hallarlo), se ha abierto paso en mi mente, que, a veces, se parece a un núcleo residencial urbanizado y, a veces, a una jungla, la chopera. La imagen de la susodicha que me dispongo a brindarle a continuación al atento y desocupado lector (ella o él) de estos renglones torcidos no la he elegido o seleccionado yo, sino que ha sido escogida por ella; y me ha pedido “por favor” que no la tomara como una imposición, sino más bien como una sugerencia; y que la (re)presentara con ella. Aunque no encaja del todo, es, poco más o menos, la que guardo de mi segundo y central año que cursé allí, en el colegio de los Camilos en Navarrete, Séptimo de Educación General Básica, EGB, en mi memoria.

Puede que el porqué del párrafo precedente, la razón, esté, estribe o radique en una inmensa pluralidad, las incontables e innumerables vueltas que di a su alrededor, después de haber ido corriendo (y, a ratos, riendo, sí) hasta el puente de Fuenmayor y regresar por las tardes (a la sazón, hacíamos mucho deporte —recuerdo, verbigracia, que la primera vez que me operaron, de apendicitis, en Tudela, el cirujano que me intervino, el doctor Jorge Martínez Monche, tristemente finado, pero no en mi memoria, me preguntó, tras ver una radiografía que me acababa de hacer, por mi corazón, como una plaza de toros, enorme, y le referí que, de los doce a los quince años, había sido un deportista incansable, tenaz—; en el invierno, muchos domingos por la mañana, tras desayunar, nos desplazábamos adonde fuera que se celebraran las carreras donde participábamos, para hacer cross o campo traviesa (que nosotros denominábamos entonces “campo a través”); y jugábamos partidos y más partidos de fútbol, baloncesto, balonmano, pelota a pala, etc.

Si me imagino a mí mismo ahora como espectador privilegiado, singular, y me sitúo, nada más salir por la puerta de la entrada principal del edificio del colegio de los Camilos, en Navarrete, mirando hacia el centro del pueblo mentado, los dos campos de fútbol (que, al año siguiente, se fundieron en uno, de dimensiones reglamentarias) quedaban a la izquierda; el frontón (doble), enfrente; el foso de arena, que solo usábamos para el salto de longitud, entre las canchas de baloncesto y balonmano, más próximas, y la piscina, más alejada. La chopera ocupaba el espacio que había o quedaba entre las carreteras (la de la derecha iba a Fuenmayor y fue muy frecuentada por nosotros en sus arcenes izquierdos, por donde evolucionábamos; la del fondo iba de Logroño a Burgos) y el trecho pavimentado, limitado por setos que, desde la entrada, por la carretera hacia Fuenmayor, llegaba hasta la explanada de la finca, en forma de u invertida.

Pero, insisto, ¿por qué, diantres, me pregunto, recuerdo hoy, transcurridos cuarenta y tantos años después, con certeza absoluta, apodíctica, la chopera? ¿Acaso porque, según una leyenda, alguien, un indiano, enterró allí el tesoro que había traído de Cuba? ¿Puede que yo advirtiera en el relato deturpado, deformado, algún viso de realidad, y buscara y rebuscara con ahínco, pero nada acerté a encontrar? He llamado por teléfono a mi amigo Pío Fraguas, que vivió el mismo “cronotopo”, para que me despertara alguno de los dormidos recuerdos que acarreo. Y me ha suministrado lo que, reconozco, no recordaba (y le debo y, de corazón, agradezco), esto, que Pedro María Piérola García que, amén de un motivador incansable, extraordinario, era entonces una fábrica impar, a pleno rendimiento, de idear juegos sin descanso, se dedicaba a esconder dinero de curso legal en algunos troncos de los chopos para, buscando nuestra complicidad, que nosotros nos aplicáramos para hallar el papel moneda que él había ocultado concienzudamente; como eso mismo, mutatis mutandis, he rememorado a propósito, hacía en su sección de la revistilla, que los postulantes ayudábamos a confeccionar, con sus proverbiales charadas o acertijos.

La chopera es una parte importante, sin duda, del paisaje de mi adolescencia, que identifico con mi cielo en el planeta Tierra (pero que devino infernal, momentáneamente, cuando, sin querer, me tragué un día una de sus pelusillas, diabólica, estomagante).

Si hoy, esta tarde, mi espíritu ha escuchado su grito lastimero, acaso haya sido por esto, porque ha sufrido un vahído; y ese estado de ansiedad ha cursado con la sensación angustiosa de que estaba cercana su muerte definitiva, porque ya nadie se acordaba de ella. Ese alarido ha propiciado que servidor, con autoridad y potestad para ello, la haya ascendido de categoría, pasando de paisaje a paisanaje, metamorfoseándola, en un pispás, en un excompañero más.

Desde hoy, por tanto, además de rememorar a mi grupo edénico, compuesto por todos los educadores y todos los colegas que tuve allí, mayores y menores, recordaré, con fidelidad, como un ser de carne y hueso también a la chopera, que tanta compañía me hizo en mi soledad de corredor de fondo celestial, y luego de peregrino en este valle de lágrimas, y, a la inversa, yo le hice a ella en su estática/extática existencia.

   Ángel Sáez García

   [email protected]

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

Lo más leído