¿CÓMO COMPONE OTRAMOTRO UN SONETO?
ADVERTENCIA A DOCENTES IMPRUDENTES
A lo largo de mi vida de sonetista (voz admitida en el Diccionario de la lengua española, DLE) o “sonetero” (vocablo al que no ha dado aún cobijo, pero al que, por mera analogía con otros casos similares, debería dar amparo pronto), supongo, he seguido varios caminos y métodos (en algunos casos, echando mano del eclecticismo o del sincretismo, seguramente) a la hora de trenzar mis sonetos. Así pues, daré cuenta del modo, recorrido o trayecto que seguí para urdir el último, por tenerlo más reciente.
¿Qué hice para hallar el asunto sobre el que versa el postrero y luego encajar todas las piezas del puzle (o las teselas para rematar el mosaico)? Básicamente, lo de siempre, leer. Pasar mi vista por las páginas de un libro, revista o periódico es conditio sine qua non, requisito imprescindible, fundamental, crucial, para que el abajo firmante pueda cazar al vuelo o pescar sin anzuelo ni cebo el tema. En el postrer caso, eso me ocurrió sin ni siquiera leer los párrafos del artículo por el que me disponía a pasar mis ojos, de Jesús Ruiz Mantilla (sensu stricto, solo aparecen las iniciales de su nombre y apellidos, J. R. M.), titulado “La maldición del exilio de los Borbones”, que vio la luz en la página 4 del suplemento ideas, del prestigioso diario EL PAÍS del pasado domingo 9 de abril de 2023. Bastó con que leyera las palabras destacadas en negrita del biógrafo de Juan Carlos I, Paul Preston (“El hoy rey emérito, víctima de la adulación, pensó que podía poner sus placeres por encima de sus deberes”), para exclamar para mis adentros ¡bingo! (o acaso, en su defecto, ¡eureka!).
Como la noche anterior había soñado (mi inconsciente, libre de las ataduras o riendas del consciente, comprobando lo obvio, que ancha es Castilla, se ve capaz de idear cualquier barbaridad o desmán, incluso un delito, y aun de coronarlo, verbigracia, lo que, por supuesto, jamás de los jamases ocurrió) que llevaba a cabo cuanto no pasó, estando este menda despierto, pero ese suceso onírico me había inquietado sobremanera el ánimo, acomodé las palabras referidas, de Preston, a cuanto me había acaecido, pero solo, insisto e itero, estando servidor dormido, descansando en los mullidos brazos de Hipnos o Morfeo, y urdí los catorce versos endecasílabos como aviso a imprudentes navegantes de los mil riesgos que acercarse entraña a Caribdis y Escila, aciagos monstruos del estrecho dañoso de Mesina.
Dicen que la primera impresión que se tiene de alguien o de algo es la auténtica, la fetén, la verdadera, la que hay que tener en cuenta y presente. Ahora bien, ¿ocurre otro tanto con la primera versión de un soneto? Supongo que, a veces, sí y, a veces, no. Yo reconozco que quedé conforme con la que trencé inicialmente y la rotulé así:
PLACERES POR ENCIMA DE DEBERES
¿Qué puede suceder cuando un docente,
Imparta la que sea asignatura,
Cede a una tentación, qué chifladura,
Y copula con una adolescente?
Si guarda, a cal y canto, la discente,
Que se propuso ser cabalgadura,
Ese secreto bajo cerradura,
A cambio de un falaz sobresaliente,
Acaso nunca tenga consecuencia
Ni para profesor ni para alumna,
Pero quebrar se puede esa columna
Y salir a la luz la delincuencia,
Al poner por delante los placeres
De las obligaciones, los deberes.
Pero, como el segundo vistazo puede ser tan enriquecedor como el primero, y el tercero, y el cuarto, procedí a hacer varios cambios o enmiendas para mejorarlo (según mi parecer; acepto discrepancias; no soy dogmático) y quedó el soneto así, de manera definitiva:
PONER PLACERES ANTES QUE DEBERES
SUELE TENER NEFASTAS CONSECUENCIAS
¿Qué puede suceder cuando un docente,
No importa la que imparta asignatura,
Tras ser tentado, incurre en la locura
De copular con una adolescente?
Si guarda, a cal y canto, la discente
Que cabalgó sobre la axial montura
Ese secreto, ayuno de amargura,
Porque devino en un sobresaliente,
Acaso nunca tenga consecuencia
Ni para profesor ni para alumna,
Pero quebrarse puede esa columna
Y a relucir salir la vil secuencia,
Al poner por delante los placeres
De las obligaciones, los deberes.
Ángel Sáez García