LOS LIBROS QUE NOS HACEN LIBRES PETAN
¡CUÁNTO ERRAMOS POR PÁLPITOS, PREJUICIOS!
A los seres humanos, como nada de lo humano nos es ajeno, no nos extraña nada (de nada) ver en los demás lo que advertimos cada mañana en el baño, nada más levantarnos de la cama, cuando miramos al espejo y contemplamos nuestro careto reflejado en él, que somos raros (o muy raros).
¿Cuántas veces hemos constatado, de manera fehaciente, que hay personas que, hagan lo que hagan y/o digan lo que digan, nos caen bien? Muchas, innumerables. Bueno, pues, asimismo, nos consta que otras, hagan o digan lo que digan o hagan, indefectiblemente, la cagan (pido perdón al lector, ora sea o se sienta ella, ora sea o se sienta él, por el vocablo cacofónico, malsonante, innegable); que no las tragamos, vaya. Hay personas que, tras conocer cómo se comportan en varios ambientes, a poco que reflexionemos, debemos concluir al respecto lo cabal y/u obvio, que no nos convienen, por esto, eso o aquello, o porque, conociéndonos como nos conocemos, terminarán perjudicándonos, y mucho, pero, por la razón que sea (¿el fatum, el destino?; por ese motivo concreto o por otro), nos encaprichamos de ellas y hasta nos enamoramos hasta los tuétanos; y, sin saber ni cómo, ni cuándo, ni porqué, nos vemos embarcados en una canoa inestable y sin remos, que no deja de bambolearse dentro de una corriente que desemboca en una catarata, Perdición.
Bueno, pues, a algunos eso, que nos ocurre con ciertas personas, nos acaece también, mutatis mutandis, con determinados libros. Hay libros (los que nos hacen más libres y sabios) que nos gustan, los abramos por donde los abramos, por el principio, por el medio o por el final (he probado y comprobado ene veces que eso es lo que me ha pasado, cuando he abierto “El Lazarillo” o “El principito” por donde fuera, que me gustaron, gustan y —me veo en la obligación de aseverar, por mi propia experiencia— que me gustarán); y libros que detestamos y, por ende, arrumbamos, porque, los abordemos por donde los abordemos, nos resultan bordes (no doy ningún ejemplo de los tales, porque son escasos los casos; y el problema, tal vez, no se deba a los autores, bien hembras, bien varones, ni a las obras en sí mismas, sino a mí, que soy incapaz de atisbar o avistar la razón que no dejaba de mencionar Plinio el Joven, cada vez que recordaba lo que le gustaba aducir a su tío Plinio el Viejo: “dicere etiam solebat nullum esse librum tam malum ut non aliqua parte prodesset” (“incluso solía decir que no hay ningún libro tan malo que no aproveche en alguna de sus partes”).
Ergo, insisto aquí, en el último párrafo de este escrito, en la tesis que vengo defendiendo desde el inicio del mismo; en que algunos seres humanos, a pesar de ser lectores avezados, a pesar de ser personas hechas y derechas, adultas (quien haya leído adúlteras no habrá marrado mucho, si hacemos caso a los resultados que arrojan las postreras encuestas sobre nuestras conductas sexuales, si han sido sinceras las respuestas que hemos dado, claro), maduras, no estamos hechos para ciertos libros, ni para ciertos paisanajes, ni para ciertos paisajes, ni para ciertos caldos, ni para ciertos platos; en definitiva, para ciertas compañías. Ahora bien, habiendo dejado escrito, negro sobre blanco, lo precipuo o principal, ¡cuántos errores no habremos cometido, a lo ancho y a lo largo de nuestra existencia, por habernos dejado llevar por nuestras corazonadas o pálpitos, de nuestra amplia panoplia de prejuicios!
Ángel Sáez García