MIL GRACIAS A LOS DOS PROFESIONALES
Mi propósito en esta urdidura (o “urdiblanda”) a la que acabo de dar inicio es encumbrar (por haberse ganado a pulso dicho ensalzamiento) a una persona en concreto, debido a una evidente e incontestable o irrefutable razón de peso, porque la labor que llevó a cabo la realizó de manera competente, y resultó impecable, satisfactoria para quien firma estas líneas al final, abajo. Antes hubo otra persona que culminó la misma tarea con idénticos criterios de aptitud, idoneidad y pericia, pero, tal vez, en virtud de las circunstancias, que no fueron las mismas en ambos casos o procedimientos, en la segunda ocasión salieron a pedir de boca, mientras que en la primera eso no acaeció de igual modo, así.
La primera persona, a quien estimo sobremanera, porque es, además de un bípedo que acarrea un cúmulo variopinto de virtudes (con algunos defectos, pocos), un trozo de pan, a quien debo mucho, no se merece que afee con un ápice o pizca de desprestigio su decoro o dignidad, así que he decidido ocultar los nombres de pila de esos dos congéneres o semejantes. Y es que he reparado en cuanto no había tenido en cuenta al principio, cuando me brotó la idea sobre la que discurrir o disertar, y he dado en que de la proyectada alabanza que me disponía a coronar podía colegirse o derivarse lo indeseado, un desdoro o menoscabo de quien tanto quiero, de veras. Así que he preferido, ante la posibilidad, aun siendo mínima, de dañar a quien admiro (por ser como es, aunque, de vez en cuando, meta la pata o yerre —a ver, ¿quién no ha cometido alguna vez algún desliz?, ¿quién?, que levante la mano, para censurarle su exceso de orgullo—, como todo quisque o cualquier hijo de vecino), no mencionar sus gracias.
Aunque no deje ni quede constancia aquí de sus nombres, tengo la corazonada (que no siempre las de este menda son certeras; reconozco que jamás ejercí, ni funjo ni, me temo, tampoco fungiré, mientras viva, de augur) de que, además de las dos personas no mentadas, en el supuesto de que lean estos renglones torcidos, algún otro lector habitual de los textos que rubrica servidor y aparecen publicados en su bitácora de Periodista Digital, el blog de Otramotro, sabrán, sin ninguna duda, que me refiero a ellos.
Por si persiste la hesitación, les abriré los ojos, de par en par, al recordarles qué leí en “Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie” (1883-1885), de Friedrich Nietzsche, y luego en el prólogo de “Ecce Homo. Cómo se llega a ser lo que se es” (1888), un epítome de la obra de dicho autor, más que un retrato autobiográfico suyo: “Recompensa mal a su maestro quien quiere seguir siendo siempre su discípulo”. Seguramente recordaba lo que había dejado dicho Leonardo Da Vinci, esto: “¡Pobre discípulo el que no deja atrás a su maestro!”. Ahora bien, ¿no cabe advertir que en “Ética a Nicómaco” Aristóteles había formulado la misma idea?
Tengo para mí que este escrito debería enorgullecerles a ambos; uno (que puede ser una) enseñó cuanto sabía a otro; y otro (que puede ser otra) le ha superado a su maestro, acaso fray Ejemplo, deviniendo ambos en decentes docentes de renombre (urdido todo esto, mutatis mutandis, claro, o sea, cambiando lo que debe ser cambiado).
Ángel Sáez García