FUI ESPONJA EN EL EDÉN NAVARRETANO
(A fin de que todo cuadre y quede claro, cristalino, uso aquí, en esta urdidura o “urdiblanda”, el vocablo “esponja”, según la cuarta definición que brinda el Diccionario de la lengua española de dicha palabra, pero, como a mí la misma se me hace o queda corta, esa es la razón por la que la sirvo, a continuación, con lo agregado por servidor: “Persona que con maña atrae y chupa la sustancia o bienes (intelectuales, no materiales) de alguien” y, por ende, no cabe confundir con un dipsómano, ni gorrón, parásito o sablista).
Aunque el “cursillo” propedéutico, preparatorio, del estío había sido un entrenamiento en toda la regla, es público y notorio que fue llegar en septiembre al seminario menor navarretano, regentado por los generosos e inolvidables religiosos camilos, y devenir todos los postulantes, avezados y bisoños, curtidos y nuevos, sin excepción, en sendas y meras esponjas (según la definición dada arriba). Todos, insisto, a cualquier hora del día o de la noche (antes de acostarnos en el dormitorio común, y ya metidos en el sobre, nuestros formadores nos ponían discos de música diversa o chistes, verbigracia, que escuchábamos con delectación; y nos despertábamos oyendo los sones de otro vinilo), estábamos invitados a chupar, succionar, como abejas el néctar de las flores, el jugo o zumo conceptual, ético y/o estético, intelectual o actitudinal, agua vivificante y transformadora (que no mojaba, no, pero calaba por dentro, sobre todo en nuestro cacumen, donde dejaba huella; entonces, ciertamente, no éramos plenamente conscientes del hecho, pero no me cabe la menor duda de que allí ejercimos o fungimos de esponjas inteligentes).
Sin que se tome (lo ruego encarecidamente) como muestra de presunción o vanidad, sino como dato inconcuso e inequívoco, de cuanto he aseverado en el parágrafo precedente, en la segunda clase de latín, asignatura que siempre nos impartió Daniel Puerto, como lo propio hicieron, asimismo, otros émulos, que conste el apunte en acta, me había aprendido de memoria la oración del ángelus o avemaría en latín, que rezábamos al inicio de cada clase de dicha materia. Hicimos eso mismo en clase de francés, que nos impartió siempre, los tres cursos que estudié allí, Salvador Pellicer, pero me consta que nos costó al grueso del grupo más tiempo aprendérnosla de corrido en ese idioma.
Internos en el colegio de Navarrete, recibíamos tal cantidad de impactos o impulsos interesantes, que nuestros caletres unas veces no daban abasto y otras sí. Siempre recordaré algo que nos enseñó Puerto (entre un luengo sinfín de casos y cosas, claro): non scholae sed vitae discimus, o sea, que no aprendíamos con el fin de salir airosos de un examen, sino para hacerlo, en todo caso, incólumes, sanos y salvos, del cúmulo de aprietos y bretes que nos surgieran a lo largo de nuestra existencia. Bueno, pues, tampoco he echado en saco roto ni olvidado la definición que dio un colega de la voz “inteligencia”, cuando apenas llevábamos una semana en aquel cielo del planeta azul: “Inteligencia es la capacidad humana que nos permite resolver problemas de la vida cotidiana, no solo de matemáticas, física o química”. ¡Genial! ¡Olé!
Los educadores que tuvimos en el edén navarretano fueron excelentes, y dudo que hubiera quienes los mejoraran, de veras. Sabían estimularnos y nos animaban a que tuviéramos experiencias exitosas. Poder ser llamados a la pizarra y solucionar, esgrimiendo una tiza en nuestra diestra, escribiéramos, o no, algo sobre el encerado, y poniendo en marcha nuestro pesquis, el ejercicio o problema planteado por el docente de turno era, amén de gratificante, enriquecedor, para nuestro espíritu, en permanente formación. Las tareas que nos ponían eran estimulantes (los corros en clases de latín y geografía e historia eran aguijones, acicates de espuela), con aliciente, ni tan fáciles que pudiera resolver cualquiera, ni tan complicadas que nadie fuera capaz de hallarles la solución, y el fracaso nos cortara las alas recién ganadas por otro triunfo.
Pedro María Piérola García, un genio (si no lo recuerdo nunca de mal ídem, acaso fuera porque tenía un carácter alegre, dicharachero, divertido), se encargaba de que esa dinámica siguiera fuera de las aulas, de variopintas maneras. En la revistilla, que los educandos (de entre doce y catorce años) ayudábamos a crear y confeccionar, había una sección, la charada, donde él, en verso, daba pistas para encontrar la solución.
Copio (con leves variantes), a renglón seguido, un ejemplo de charada, que apareció publicada en la página 28 del número 163, correspondiente a noviembre de 1979:
CHARADA
Charada es adivinanza / o un juego, sí, de palabras. / Si las sabes combinar, / aciertas y el premio ganas. / Los de Sexto que pregunten / cómo se hace la “jugada”.
Es trisílaba esta vez / y, además, palabra llana. / La temes como a un “nublau” / si en estudios no te aclaras; / el hincar fuerte los codos / es el único “paraguas”.
Primera es un posesivo / en la lengua castellana. / Tercera es del verbo ser, / si sabes bien conjugarla.
Y el todo, si te lo digo, / no sería adivinanza.
¿Sabes a qué me refiero? / ¡Ánimo!, que está “chupada”.
Nota bene
Y, por un capote echar / a quien es nuevo en la plaza, / me brotan seis añadir / versos, seis, a la charada: / No te quedes en suspenso / y contesta la palabra.
Ángel Sáez García