NO HACE EL BIEN CON EL RUIDO BUENAS MIGAS
NI EL RUIDO SIMPATIZA CON EL BIEN
Posiblemente, fray Ejemplo haya sido uno de los seres humanos más discretos que he conocido en mi vida. Incluso estaría dispuesto a aseverar ante cualquier atril o tribuna, ante cualquier auditorio, que ha sido el más discreto, en su grado superlativo absoluto, pero, como me consta que hay personas de las que me he olvidado, por las razones que fueran, y acaso, entre ellas, alguien pudiera hallar la que ganara a mi maestro, tras echar con él el preceptivo pulso de circunspección, declino hacer tal cosa. Hoy, por mi culpa (tal vez incurra este menda, a sabiendas, en el pecado mortal y capital de la soberbia, al presumir de ser quien mudó una pizca a su guía, mejorándolo), él ya no es quien fue; pero eso no quiere decir que sea peor congénere, pues yo lo considero un semejante optimizado, no el lobo estepario, ese ser huraño, que antaño muchos creían, a ciencia cierta, que era. Hoy se le puede ver paseando por el parque o deambulando por las calles algasianas, departiendo amigablemente, cada diez o veinte metros, con cuantos le conocen, lo saludan y paran para comentarle algo, lo que sea; hace años, cabía decir de él lo mismo que Winston Churchill adujo de Rusia, que era “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.
El fray Ejemplo que yo conocí al principio era, sin duda alguna, el alma del convento, quien manejaba todos los hilos del cenobio, pero no se le veía a él en ninguna de esas hebras. Tenía la rara habilidad de ser invisible (y a mí constatar esa circunstancia me hizo recordar una frase de Antoine de Saint-Exupéry en su obra “El principito”: “He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: Solo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos”).
Era una persona tan disciplinada, que siempre estaba atareado, siempre tenía algo que hacer. Los pocos ratos libres que le quedaban entre labor y labor los aprovechaba para acercarse a la nutrida biblioteca conventual y ponerse a leer, en muchos casos, a releer; y a tomar notas en su inseparable cuaderno de anillas En una de nuestras primeras conversaciones (nos caímos bien recíprocamente) le recité, de memoria, el poema de Miguel de Unamuno que él tituló con el verbo en forma no personal, el infinitivo, que eligió para tal menester, repetido tres veces, “Leer, leer, leer…”, que le agradó sobremanera; y él me recordó una frase del capítulo 58 de la Segunda parte de “Don Quijote”, que le gustaba un montón, pero con la que, cada día que pasaba, estaba en un mayor desacuerdo: “—La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
Ese día no le pregunté por sus disensiones con el autor alcalaíno, pero sí lo hice en el siguiente encuentro, con el propósito de subsanar cuanto antes el yerro cometido en el anterior; y él me las refirió, grosso modo: La libertad no puede ser un don divino, si el libre no cree en Dios, o sea, es ateo. Hay tesoros y tesoros; algunos pueden devenir en nada, si uno es un jugador incorregible, empedernido; si quien los descubrió o consiguió hallar, por los modos que fueran, se aficionó tanto a los naipes de la baraja española (cuyos palos son oros, copas, espadas y bastos) o de la francesa (tréboles, picas, diamantes y corazones). Arriesgar, de manera temeraria, la vida, cuando no somos gatos, no conviene hacerlo jamás, por nada. Y yo recuerdo que le referí el parecer de Wilhelm Stekel, un psiquiatra austriaco, al respecto, que recoge y aparece en la novela “El guardián entre el centeno” (1951), de Jerome David Salinger: “Lo que diferencia al hombre insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella”. Depende de qué entendamos por cautiverio, porque uno puede ser libre de elegir y hacer y esclavo de su virtud, la que sea. Y yo abundé con él en dicho criterio y recordé, asimismo, cuanto adujo sobre el particular Truman Capote en la introducción o prefacio a su obra “Música para camaleones” (1980): “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo: y el látigo es únicamente para autoflagelarse”.
Ahora, a los ochenta años, sigue trabajando tanto como cuando lo conocí, con 65, y continúa celebrando misa a diario, a las 7 de la mañana, antes de desayunar, en la capilla conventual.
Reconozco sin ambages que hay una frase suya que ha hecho mella en mí, por habérsela escuchado decir hasta la saciedad, pero es que, al estar llena de enjundiosa razón, no me molesta volver a escuchar un día sí y otro también: “No hace el bien con el ruido buenas migas, ni el ruido simpatiza con el bien”.
Ángel Sáez García