¿LOS ESPACIOS ANGOSTOS NO LE AGOBIAN?
A MÍ LAS ESTRECHECES ME DAN GRIMA
Está claro, cristalino, que los espacios angostos me agobian, que las estrecheces me dan grima. Y, como sabe todo quisque que haya entrado en una mercería a comprar algo o a preguntar lo que sea, para muestra basta con exhibir un solo botón, el atento y desocupado lector, ora sea o se sienta ella, él o no binario, de estos renglones torcidos, que haya tenido la ocasión de pasar su vista por el texto que escribí en prosa y titulé “Una oportunidad pintiparada”, lo pudo colegir o deducir así por su propia cuenta y riesgo.
Esta tarde, recordando el ejercicio de curioso explorador exterior que practiqué de niño, durante las vacaciones estivales, en Cabretón y Cornago, las patrias chicas, respectivamente, de mi madre y padre, en La Rioja, me ha dado por fungir del susodicho, pero en esta coyuntura, siendo adulto, sesentón, de mi interior, intentando hallar el motivo concreto que lo explicase, que me marcó y quedó grabado en mi mente como dechado o modelo negativo y, por ende, a evitar.
Me he tenido que retrotraer en el tiempo hasta el primer viaje que hice a Zaragoza, a casa de mis tíos María y José, en cuya casa comí muchos domingos y dormí en dos o tres ciclos o tandas (recuerdo que la última de esas series la coroné cuando decidí que no seguiría en la orden camiliana, que no haría el noviciado en San Pedro de Ribas, y los responsables de la casa zaragozana, mostrándose rencorosos, ¡qué pésimamente quedaron ante mis ojos!, me animaron y urgieron a que me marchara de esa sede, del bloque octavo del hoy extinto Camino de la Mosquetera —estando servidor pendiente de hacer los exámenes de la Selectividad—; ese fue el segundo de los episodios que les critiqué otrora —el primero había sido que no acudiera ninguno de ellos a hacerme una visita al hospital “Nuestra Señora de Gracia”, donde permanecí ingresado tres meses, cosa que sí hicieron cuatro de mis compañeros de curso, Álvarez Santaolalla y Bermejo, Arellano y Romera, en dos ocasiones y sendos viajes en tren, tras haber sufrido las consecuencias de un accidente de tráfico que tuvo, como resultado letal, fatal, la muerte de mi hermano y único mecenas, José Javier—), y a quienes quise sobremanera. Evidentemente, no falté a las exequias o funerales de ambos. Al de María, que llegó a centenaria, acudí el año pasado con mi hermano Eusebio, en su coche.
Viajábamos antaño, en la anécdota de marras, en un MINI rojo que conducía el primer marido de mi prima Clara, la benjamina de mis tíos, que era, a la sazón, una fémina muy atractiva, un pibón, según la opinión masculina, generalizada. No se me olvida que Javier, que así se llamaba quien estaba al mando del volante y pisaba los pedales, hizo un adelantamiento imprudente. Era de noche y pasamos entre dos camiones, cuyos conductores hicieron sonar varias veces sus bocinas. Mis tíos, superado el brete, le hicieron, enfadados, con razón, un sinfín de reproches, por su conducción temeraria.
Buscando disculpar a Javier, entonces no era preceptivo ni se estilaba colocar en la parte trasera y lateral de los camiones la advertencia de que estos eran vehículos largos, como hoy es común, en el caso de que así sea.
Es evidente que lo que pudo ocurrir no pasó, y que Javier mantuvo el control o tuvo los nervios bien templados, pero mis tíos estuvieron a la altura de las circunstancias, hicieron lo correcto, al afearle su actitud (entonces él trabajaba vendiendo seguros, si no marro, y estudiaba la carrera de Medicina).
Y esa es la anécdota más añeja, la más alejada en el tiempo, que he encontrado dentro de mí, en mi pretensión de hallar una explicación plausible y posible al temor que siento, verdadera aversión, ante los pasos estrechos; y, una de dos, si hubo otras anteriores, no las he identificado, o, si existieron, de verdad, contingencia que no cabe descartar, ya las había olvidado.
Nota bene
Ha sido más gratificante que pesaroso recordar a mis tíos María y José, que se portaron conmigo estupendamente. Y es que, como nunca me harto de proferir, de bien nacido es ser agradecido.
Ángel Sáez García