Casi todos los conflictos bélicos van íntimamente unidos al recuerdo de un hospedaje mítico, sobre todo en la memoria de ese sector de la ‘tribu‘ conocido como el club «Te Acuerdas Cuando».
Los socios de este reservado ‘club‘ se distinguen de los novatos por cuatro cosas:
- Una de ellas es que siempre aparentan saber lo que se cuece.
- Otra que, aunque estén muertos de miedo, no consideran elegante manifestarlo.
- La tercera es que pasan las horas maquinando cómo van a transmitir los primeros en cuanto empiecen a caer las bombas.
- La última y más importante es que les gusta reunirse a la hora de la cena y malgastar la noche relatando chascarrillos terroríficos e incidentes escalofriantes, que siempre arrancan con la muletilla: «Te acuerdas cuando…»
Cuando la ‘tribu‘ desentierra el hacha de guerra y acude al olor de la pólvora, suele coincidir en un mismo sitio.
En el Argel de los paracaidistas franceses, los guerrilleros del FLN y los pieds noirs de la OAS, era el Hotel Aletti.
En 1994, con los fundamentalistas islámicos rebanando pescuezos a extranjeros, los reporteros extranjeros en Argelia nos alojábamos en el Saint-George, rebautizado como Yassair.
En Chipre fue el Ledra Palace, en la Managua de los Sandinistas era el Intercontinental, en cuya última planta había residido largo tiempo el millonario Howard Hughes.
En San Salvador, el Camino Real; en Bucarest, en las Navidades del 89, fue el Intercontinental; en Zagreb, el Esplanade, en el Kabul de los talibanes fue el Club Alemán y cuando llegaron los americanos volvió a ser el Intercontinental, como con los soviéticos…
Cuando se habla de Belfast, suele salir a colación ‘El Europa’, probablemente el establecimiento hotelero más castigado por las bombas terroristas.
Entre las anécdotas atribuidas al heroico Europa, la más chusca tiene como campeón a Jimmy, el imperturbable irlandés que ejercía de portero-jefe.
En una ocasión en que todos los huéspedes habían sido desalojados y permanecían en la acera de Great Victoria Street aguardando la inminente explosión, un nervioso periodista norteamericano tuvo la osadía de esgrimir su condición de cliente para solicitar a Jimmy que alguien fuera a buscar una carta muy importante que había olvidado en la mesilla de la habitación.
El portero, sin perder la compostura, se limitó a decirle:
«No se preocupe, señor, la carta le llegará enseguida… y por correo aéreo.»
Del Commodore de Beirut, lo que más citamos todos los que recalamos en el establecimiento durante la década de los ochenta es un loro gris africano que revoloteaba en el bar y era capaz de imitar a la perfección unas notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven y el silbido de un obús.
El Commodore tenía la ventaja de estar encajonado entre edificios altos del sector oeste de la capital libanesa y de ser propiedad de una astuta familia de palestinos cristianos.
El emplazamiento evitaba los impactos directos de la artillería y la filiación de los dueños aseguraba que las distintas milicias no importunasen mucho a los huéspedes.
Por si las moscas, los recepcionistas guardaban bajo el mostrador varios fusiles kalashnikov y unas cuantas granadas.
No tuve el privilegio de pasar por el Continental de Saigón, como hizo el mítico Manu Leguineche, pero debió de ser un lugar fascinante.
Los veteranos lo pintan como un hotel colonial, chapado a la antigua y lleno de columnas, que servía como apacible contraste al mal café y la tecnología espacial de los militares norteamericanos.
En su lujurioso jardín fue donde Graham Greene escribió buena parte de ‘El americano impasible’.
Casi todo lo relacionado con el Iraq de Saddam Hussein parece indisolublemente unido al mastodóntico Rachid.
El hotel tiene diecisiete plantas y un bunker subterráneo capaz de albergar medio millar de personas y de resistir un ataque nuclear.
Durante la Guerra del Golfo el ambiente del restaurante del Rachid recordaba bastante al de aquel lujoso salón del Titanic donde la orquesta vestida de gala seguía tocando mientras la pista de baile se escoraba y las mesas, repletas de canapés de caviar y copas de champaña, iban a estrellarse estrepitosamente contra las paredes.
En lugar de orquesta, en el Rachid tecleaba un solitario pianista egipcio.
Era calvo y perdía el compás y el resuello a cada bombazo.
Como alternativa al caviar y champaña, ofrecían un triste Seven-up, dos alitas de polio y tres mustias zanahorias, pero los camareros indios atendían vestidos de esmoquin y apestando a colonia para atenuar el olor a axila estimulado por la falta de agua corriente.
El penúltimo hotel en sumarse a la lista de honor de la ‘tribu‘ fue el Holiday Inn de Sarajevo, donde lo peor siempre fue entrar y salir.
El establecimiento quedaba en plena «Avenida de los Francotiradores» y a cien metros escasos de la línea del frente.
Desde el cementerio judío, los fusileros serbios estaban en condiciones de leer hasta las matrículas de nuestros coches a través de los visores de sus armas y solo Dios sabe por que no nos agujereaban la piel con mayor frecuencia.
Al registrarse era vital gestionar dos cosas: una habitación en la parte de atrás y por debajo de la sexta planta.
Entre los huéspedes permanentes del Holiday Inn figuraron entre 1992 y 1994 John Burns, Kurt Schork, François Didier, Miguel Gil, Julio Fuentes y Paul Marchand.
Una de las grandes ventajas del Holiday Inn era contar con un generador eléctrico y con varios clientes dotados de esa maravilla llamada teléfono por satélite.
La habitación con pensión completa costaba unos cien dólares diarios, lo mismo que dos minutos de conversación telefónica, pero compensaba.
En estos albergues de lujo, elegidos como cuartel general por los chicos de la prensa, se reproduce un mundillo singular, poblado antes de tipos con el transistor Sony permanentemente pegado a la oreja y cuyo flujo de adrenalina parece responder a los sones de la sintonía de la BBC y ahora de adictos al teléfono móvil, el Whatsapp y Twitter.
Todos los enchufes de las zonas comunes suelen tener pegada una batería a medio cargar, los chalecos antibalas cubren los sillones y los cables de los teléfonos por satélite y de los magnetoscopios tapizan el suelo.
El ambiente es casi idéntico en todos los hoteles de la prensa.
Los equipos de televisión eligen mesas separadas, los fotógrafos se sientan con la bolsa de material pegada al pie, los de las agencias salen corriendo a cada momento, los freelance están a la que salta, los enviados de los rotativos importantes van a gastos pagados y todos recogen facturas como locos.
Siempre se ha dicho que un reportero de guerra es tan bueno como lo sea la línea de comunicación con su redacción, y durante la guerra de Abisinia, apenas poner los pies en Addis Abeba, la primera obsesión de los corresponsales fue encontrar la forma de hacer llegar a sus respectivos periódicos las excitantes crónicas que planeaban escribir.
No les llevó mucho tiempo descubrir que el telégrafo local no solo era primitivo y ridículo, sino también carísimo: había que pagar en piezas de oro.