Ojo con la sobreabundancia

Por Javier Pardo de Santayana

( En el mercado. Acuarela de Zbukvic en jzbukvic.com/Home.html) (*)

Usted dirá, supongo, que lo malo no está en la abundancia, sino en la carencia, y le contestaré que estoy de acuerdo, pero sólo si la carencia alcanza a lo esencial para la vida. Y que lo que hoy quiero decir es que cuando la abundancia es excesiva, da lugar a múltiples problemas de muy diversos tipos.

Algunos son fáciles de imaginar, como en el caso de la sobreabundancia de alimentos, que en los países avanzados, como es el caso de España, da lugar a trastornos de salud. Hoy mismo leo en el periódico la influencia de la obesidad en este aspecto. Por lo visto aquí los caballeros tienden a desarrollar sus michelines cuando alcanzados los cincuenta comienzan ya a cuidarse, mientras que las señoras suelen hacerlo tras la menopausia, cuando por lo visto relajan ya sus dietas. Y se recuerda que en 2016 ya eran obesos el 70% de los hombres y el 50% de las mujeres de más de 16 años. Quiero decir que se nos presenta un panorama de futuro pavoroso en nuestra sanidad y nuestra economía, y que si la abundancia es deseable para los países pobres – los africanos, por ejemplo – no lo es en absoluto para los más poderosos y avanzados, que debieran contener sus apetitos aunque no fuera más que por no dar envidia a los más pobres.

Por eso prefiero referirme a nuestro caso sin andar con más complicaciones. Y pondré un ejemplo conocido de otros efectos de la sobreabundancia sin salirme del ambiente alimenticio: sin ir más lejos, el de los yogures. Yo conocí el yogur en Madrid durante la posguerra, cuando era apenas conocida su existencia; lo probé una tarde en que una tía nuestra nos llevó a varios sobrinos a merendar en una lechería. Se trataba de una ocasión extraordinaria porque entonces salir a merendar era tenido por un lujo para una familia numerosa en la que al matrimonio y los seis hijos se sumaban dos abuelas y dos tías.

Ahora, dando ya un salto de cincuenta y tantos años, me sitúo en una conversación en Santander con el entonces delegado del gobierno, que, no recuerdo ni por qué motivo, me puso como ejemplo del cambio en las preocupaciones de su cargo asegurar precisamente el suministro de yogures, que a la sazón eran ya considerados un alimento imprescindible cuya falta daría lugar a una emergencia inaceptable. Pero con ser éste un ejemplo significativo, lo que verdaderamente quisiera resaltar en este artículo es la prodigiosa variedad de tipos de yogures de hoy en día y el lío que supone elegir unos u otros e incluso decidir el matiz del elegido, que si es el “clásico” habrá que descubrirlo entre toda un conjunto de productos con decenas de sabores diferentes: así el yogur llamado natural, el de stracciatella o griego, el de limón o fresa o el que contiene frutos rojos, etcétera, etcétera. Y ya no sigo con la lista porque sólo con ella ocuparía el resto del artículo.

Y algo bastante parecido ocurriría con las bolsas de patatas fritas, tan sencillas ellas en principio pero que ahora podrá usted elegir entre las clásicas y las llamadas “campesinas”, las de aceite, las de sabor a trufa negra o a cebolla y ajo, o a miel y mostaza o a aceitunas y anchoas. Hasta de sabor a huevo frito las he visto. Y a agua de mar, que para mí son un misterio. Así que imagine usted lo que sucede cuando una vez tomada una decisión definitiva le descatalogan el producto.

¿Pues qué me dicen de la cocacola de toda la vida, que puede ser la clásica – o sea la de siempre – o desprovista de azúcar o de cafeína, o de las dos al mismo tiempo, que es como traicionar su propia esencia y nos obliga a preguntarnos que es lo que queda ya aparte de la lata? O de las variedades de algo en el fondo tan sencillo como la leche de toda la vida, que ahora uno podrá encontrar entera o entera y esterilizada, desnatada o semidesnatada e incluso falsa como la de “omega 3”. O toda la gama de productos conocidos pero en este caso carentes de glucosa para atender a los celiacos…

O sea que se sale a hacer la compra a Mercadona o Carrefour, o a Día, Aldi o Condi, que eso es ya de por sí una sobreabundancia de mercados para un pueblo de la Campiña Baja como el mío, y ya se está planteando la difícil tesitura de decidirse por unos o por otros. Y hecha ya esta elección aún nos sentiremos abrumados por la tensión que supone optar por los matices ofrecidos por la sobreabundancia de marcas y variantes en torno a cada artículo en concreto.

Menos mal que también entrará en juego la decisión sobre los precios de la compra, tanto de quienes como yo se esfuerzan por llegar simplemente a fin de mes – los que siempre tiraremos por lo más barato – como de quienes dan prioridad a la calidad de los productos y, en consecuencia, siempre optarán por los artículos más caros.

En fin, que lo que podría ser una actividad sencilla y relajada como la compra diaria o el paseo por “las grandes superficies” a ver qué cae, se ha transformado en un continuo no vivir a tono con los signos de los tiempos.


(*) Para ver la foto que ilustra este artículo en tamaño mayor (y Control/+):
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Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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