Por Javier Pardo de Santayana
( Una acción de la operación Sophia)
Hace unos días tuve la ocasión de asistir a la cena oficial con la que se cerraba la asamblea anual de la Real Hermandad de Veteranos de los tres Ejércitos y la Guardia Civil. Durante la mañana se habían reunido en Madrid todas las delegaciones provinciales con la junta Nacional y el Patronato, y se habían presentado los avances realizados y los problemas remanentes. Ahora todos celebrábamos la posibilidad brindada de reunirnos en un ambiente más festivo.
La cena sería precedida de unas palabras del presidente de la organización que reúne a nuestros mayores retirados y aún a algunos de los que están en la reserva, como resulta ser mi caso. Y, como es de rigor en estos casos, con la intervención de quien nos presidía: en este caso el más alto representante de la Armada, quien glosara brevemente las razones por las que se concedían los galardones; en este caso, el que cada año suele otorgarse a militares o guardias civiles distinguidos por su conducta generosa y decidida.
En este caso se trataba de un marinero que desgraciadamente no pudo estar presente por hallarse – según creo – navegando. Y he de decir que la autoridad que presidía el acto nos describió tan expresiva y detalladamente los motivos, que nos trasladaría la impresión de estar viviendo los acontecimientos en directo.
La situación era la siguiente: nos encontramos en el Mediterráneo a bordo de una fragata, la “Navarra”, y en pleno rescate de unas frágiles embarcaciones cargadas de emigrantes. La mar está encrespada, y grandes olas están chocando contra el buque impulsadas por un viento huracanado. Aún queda por sacar de esta situación extrema y peligrosa a un grupo de diez niños indefensos que están a punto de ahogarse en el seno de una mar embravecida.
Un marinero se ofrece ahora a rescatarlos. Pide que le aten una cuerda que quedará también sujeta al barco, y se lanza al agua decididamente. Cada rescate es una hazaña, pues el viento zarandea al joven y al niño en cada intento, y lanza a ambos contra la estructura del navío. Así que, tras ardua pelea con las olas y el viento, el arriesgado marinero, agarrando para evitar sus brazos a cada niño, y procurando dar la espalda a la fragata para que el zarandeo no le estrelle contra la estructura, va rescatando uno a uno a los muchachos hasta que ya tan sólo queda uno: el más pequeño. En efecto, tan pequeño y tan poquita cosa es el bebé que viajaba metido en una caja de cartón ahora ya desmantelada por el agua.
La descripción de la escena – el joven marinero, con el niño casi oculto entre los brazos para protegerle de los bandazos y de la furia del viento y de las olas, no dejará de conmover a todos. Como el final de la aventura, por fin coronada por el éxito. Y nuestra admiración por la generosidad de un hombre de armas: un joven y valiente marinero.
Comprenderán ahora por qué, ya aquí en mi casa, hago memoria con el objeto de recordar su nombre. Pero la edad se me rebela y acabo fracasando en el intento. Así que acabo recurriendo a Google, para lo cual procuro definir el caso de tal forma que el sistema pueda localizar el dato deseado. Vana esperanza: fracaso en el intento. No aparece ni el rastro.
Lo cual me hace pensar que de esta forma vamos a la ruina. Porque si en vez de un hecho heroico se tratara de un acontecimiento negativo, seguro que de alguna forma aparecería. Sí señores; tendremos que buscarlo en otro sitio.
PS: Preguntado luego este dato directamente a la Hermandad, responde que se llama José González Picazo. También dice que el hecho tuvo lugar en vísperas de Navidad – el 2016, 22 de diciembre – en el curso de la operación Sophia. Otorguemos a este valiente marinero siquiera la atención de mencionarle.