El sombrío comunicado advertía que la Policía y el Ejército arrestarían a todo ciudadano que fuera sorprendido en la calle entre las 11 de la noche y las 5 de la mañana.
Ya vigente el toque de queda, por las elegantes galerías del Metro moscovita, además de las inevitables parejas de borrachos llorosos, circulaban adolescentes entusiasmados, que esperaban la llegada de los trenes, formando corrillos para leer los dazibaos, los carteles escritos a mano que estudiantes anónimos pegaban cada poco en las paredes de mármol.
Los egipcios creían en la magia de los números. Los rusos creen en la de los nombres. La estación de Metro que hay junto al Parlamento se llama «Barricada».
La noche del martes 20 de agosto de 1991, los moscovitas emergían entusiasmados del subterráneo, en grupos, con un jefe al frente y, cómo una marabunta, iban cargándose de vigas, maderas, ladrillos y barras de hierro.
Algunos veteranos de la guerra de Afganistán instruían a la gente como tumbarse en el piso y taparse la cara para protegerse de las granadas de gas.
Repartían trozos de gasa, para ser empleados como máscaras, y fabricaban a destajo cócteles Molotov, echando gasolina en botellas de limonada vacías.
Para dificultar un desembarco de tropas aerotransportadas en el tejado de la Casa Blanca, cubrieron la azotea con muebles y amarraron el zepelín encima.
A medianoche, bajo una fina lluvia e silueteado por la luz anaranjada de las grandes farolas, rodeado por aparatosos parapetos erizados de barras de hierro y tablones, el blanco edificio del Parlamento parecía un castillo medieval.
Cubiertos con retales de plástico y sus artesanales mascaras antigás, los «defensores» formaron dos círculos concéntricos en torno a la «fortaleza».
Se turnaban para hacer cola ante una furgoneta en la que unos businessman partidarios de Yeltsin repartían bollos de pan rellenos de una especie de mortadela blandengue y amarillenta.
El choque que todos temían no ocurrió hasta cerca de la una de la madrugada del miércoles 21 de agosto de 1991.