El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

El arpa de la rima becqueriana

EL ARPA DE LA RIMA BECQUERIANA

Aunque dos amigos íntimos (me consta que en la cuadrilla hay más) no me creen, no me cansaré de contar allí donde me halle la verdad pura y dura, que la historia que rotulé “De la palingenesia de San Pedro” (y subtitulé “Así vivió Ángel Sáez el prodigio”) surgió de un sueño que se me repitió durante el mes de enero de este año, a lo largo de una semana y media, diez u once días seguidos, mientras dormía la siesta.

Un adolescente de doce años, llamado y apellidado como yo, Ángel Sáez, pero que no era yo, andaba dándole vueltas a un cuento que tenía entre manos y deseaba coronar, pero no publicar en el próximo número de la revista del colegio, que solía ver la luz cada dos o tres meses, porque había dado su palabra y, por tanto, debía cumplir a rajatabla lo que se había comprometido a llevar (en este caso, a no llevar) a cabo, a que dicho texto no fuera notorio, mientras no hubiera sucedido el fatal desenlace. Estaba convencido de que debía mejorar la redacción de su historia. Barruntaba que, si a él no le gustaba cómo había quedado, menos le iba a agradar todavía a quien la leyera.

Consideraba que lo que él había escuchado y presenciado, lo que sus sentidos le habían proporcionado, era superior a cualquier ficción que pudiera salir de su fantasioso magín. ¿Acaso Tomás Rodaja, el licenciado Vidriera, aunque otra fuera su gracia y otro su primer apellido, no existió? ¿Cervantes no conoció, a lo largo y ancho de su azarosa existencia, a un tal Alonso Quijano o a quien le sirvió como modelo natural para desarrollar y extraerle todo el jugo a su inmortal personaje?

Para Ángel, porteador otrora de un cúmulo de prejuicios que, con el lento paso del tiempo, fue cepillándose de manera paulatina, escribir sobre una persona con la que no había convivido ni conversado largo y tendido y en varias ocasiones era un trabajo vano, sin motivo ni fundamento, porque, una de dos, o tenía la impresión refractaria de que la narración resultante devendría increíble (pues, por muy experto que fuera en el difícil arte de juntar teselas, no lograría componer con dicho material ningún mosaico digno de merecer el adjetivo calificativo de estupendo o magnífico) o la sensación renuente de que habría nacido condenada a una muerte inminente, al irremediable fracaso.

En todo aquello que no alcanzaron a oír y ver sus atentos oídos y ojos, siempre que fuera verosímil, decidió concederse la bula de la bola, o sea, el permiso de mentir; ahora bien, en el resto estaba determinado a contar toda la verdad de cuanto oyó (sin hollar) y vio.

Ángel Sáez estaba interno en el seminario menor que los Padres Camilos regentaban a la sazón en Navarrete (La Rioja). Cierto sábado, por la tarde, mientras el grueso de sus compañeros reían a mandíbula batiente viendo una película hilarante en el salón de la televisión de la Blanca Casa Grande, él se ofreció voluntario para acompañar al Padre Pedro María Piérola García, que se disponía a montar en la furgoneta del colegio a fin de desplazarse al convento de Entrena para, a la ida, llevar los recipientes de plástico que contenían las bolsas con la ropa sucia de los postulantes y formadores y, a la vuelta, traer los de la ropa limpia, que las monjas de clausura habían lavado, planchado y remendado durante la semana anterior con sumos cariño y primor.

A la ida, a mitad de camino, en una larga recta, sobre el asfalto de la carretera, a más de cincuenta metros, conductor y acompañante vieron cómo un ciclista, por razones que ignoraban, había caído y daba grandes (por fuertes) alaridos de dolor, porque al accidentado (por su propia culpa o la de otro) le sangraba la pierna derecha y se le veía hasta el hueso.

El Padre Piérola (desde entonces, Ángel vio en él una reencarnación de San Pedro) frenó el vehículo, le dijo al postulante que permaneciera sentado, cogió una toalla que llevaba en la guantera, se apeó y la colocó encima de la pierna dañada y quebrada; puso sus manos sobre la misma y el milagro dejó a Ángel sin habla, porque el accidentado cesó en sus gritos y la sangre desapareció. El Padre Pedro le dijo al ciclista: “levántese, buen hombre, y pedalee”. Este se subió sobre su caballo de metal, que no había sufrido percance, y aturdido, sin haber salido aún de su asombro, tras balbucearle a su buen samaritano lo muy agradecido que le estaba por el hecho, reanudó su marcha y pedaleo en dirección a su destino, Navarrete. El Padre Piérola volvió a montar en la furgoneta, que condujo hasta el convento de Entrena.

El Padre Pedro, antes de frenar y volver a apearse, le pidió al enmudecido seminarista, Ángel, que no contara lo que había oído y visto hasta que no tuviera noticia de su fallecimiento. Así que, si hoy, cuatro décadas después de aquello, pía lo que oyó y vio es porque un excolega suyo, Pío Fraguas, le ha comunicado con pesar el óbito de quien muchos postulantes consideraron antaño que fungió para ellos de padre sustituto o fue su segundo padre, el Padre Pedro María Piérola García.

Ángel Sáez García
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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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