EL BUEN PERFUME VA EN FRASCO PEQUEÑO
Por el paseo que comunica catedral con catedral, que va de seo a seo (estoy hablando, por supuesto, de una ciudad “bicatedralicia” con —lo reconozco— un ápice o pizca de malicia), no a aseo, aunque pueda sonar igual, deambulan, mientras departen amigablemente, dos colegas, profesores, asesores mutuos, el uno del otro y el otro del uno, estupendos refutadores, como acostumbran ser los paremiólogos eruditos (o sea, a quien madruga Dios le ayuda, sí; pero, no por mucho madrugar amanece más temprano, también).
Uno de ellos sostiene que hay críticos que, porque a la justicia la pintan con los ojos vendados, además de exhibirse cegados voluntariamente, los tales pretenden ser más cabales aún en su oficio haciéndose los sordos. El otro, siguiéndole la corriente, risible, hilarante, desopilante, agrega, a modo de interrogación, ¿y por qué no, asimismo, mudos, cojos y mancos?
Dicen que la venganza es plato que se cocina a fuego lento y se sirve frío, sostiene uno. Dicen que quien echa mano de ella no progresa, no avanza; se queda instalada/o en el pasado paseo, como lanza que sigue en el brazo de la estatua, el doríforo, sin ser, con arrojo o sin él, arrojada, le contradice el otro.
Mantiene uno que no hay hambre más insaciable que la que puede certificar un notario, y que suele ser la de la notoriedad. Mantiene el otro lo mismo que mantuvo otrora Baltasar Gracián: “Esta es la ordinaria carcoma de las cosas; la mayor satisfacción pierde por cotidiana, y los hartazgos de ella enfadan la estimación, empalagan el aprecio”.
Asevera uno, para zanjar el tema, que el buen perfume va en frasco pequeño. El otro se limita a ratificar dicho aserto con un amén.
Ángel Sáez García