El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Lamento que Arteaga esté encamado

LAMENTO QUE ARTEAGA ESTÉ ENCAMADO

PORQUE DE ÉL APRENDÍ UN MONTÓN DE COSAS

Hace media hora, poco más o menos, he hablado durante un rato, diez o quince minutos, por teléfono, con Jesús Arteaga Romero, quien a mis compañeros y a mí nos impartió in illo tempore clases de Lengua y Literatura Española de Sexto a Octavo, los tres últimos cursos de la extinta Educación General Básica (EGB), que seguimos en el colegio que los religiosos Camilos regentaban otrora en Navarrete (La Rioja), y en cuyo edificio central, muy remozado, cabe hallar hoy un hotel estupendo, el “San Camilo”.

Tras despedirme en la tudelana Plaza de los Fueros o Nueva de mi amigo Pío Fraguas y su pareja, Diana, en cuya grata compañía he tomado un par de cañas (ellos han hecho lo propio con las suyas) en una mesa de una terraza de la calle Herrerías y he departido con los tales (por lo general, Pío y servidor le damos a la mui o sinhueso más que Diana) de varios asuntos, que, como acostumbran a hacer los binarios, dualistas (o) duelistas, nosotros también solemos reducir a dos grandes grupos, según tengan que ver con lo divino o lo humano, unos y otro, otros y uno, hemos encaminado nuestros pasos hacia nuestros respectivos domicilios. Nada más empezar a ascender la calle, en cuesta, de don Miguel Eza, la del cerrado y tapiado cine Regio, he vuelto a recordar aquel pésimo episodio protagonizado antaño por el abajo firmante, aquel abochornado comportamiento que tuve entonces con otro religioso Camilo, excelente persona y profesor nuestro también en Navarrete, con Pedro María Piérola García, que nació, precisamente, en la misma localidad navarra que Arteaga, Ázqueta, cerca de Estella, a quien debí saludar como se merecía, dándole un abrazo como Dios manda, e invitarle a comer en casa, pero no hice ninguna de esas dos acciones. Subí la susodicha y costosa cuesta sin dejar de reprocharme mi desagradecido e ilógico proceder, pero no me di la vuelta para deshacer el oprobio. Desde entonces, llevo (porto y porteo) conmigo esa molesta mochila, esa joroba que tanto me joroba.

¿El hecho de rememorar una vez y otra, y otra vez… y otra, cuanto ocurrió a la sazón es positivo o negativo? Seguramente, si le planteáramos a un amplio auditorio, repleto de gente, esa disyuntiva, habría quienes interpretarían el suceso pasado de manera positiva, optimista, y quienes se decantarían por su contraria u opuesta, la pesimista. ¿Quiénes acertarían y quiénes marrarían? Puede que todos, ellas y ellos, atinaran en un porcentaje, y, asimismo, que todos erraran (ídem). Lo que pasó, lo pretérito, una parte de nuestra historia personal, puede ser una escuela, instituto o facultad para nosotros y, por ende, algo positivo, si le hallamos y sacamos provecho o utilidad a la lección que llevaba aparejada esa actitud equivocada (o, al revés, porque la decisión que tomamos, ¡eureka!, dio de lleno en el blanco o centro de la diana).

Yo, verbigracia, preferiría tener buena salud a la contradictoria o paradójica “mala salud de hierro” (que muchos, jugando con su primer apellido, acabaron adjudicando al sobresaliente vate José Hierro) que gasto, pero me tengo que conformar con lo que hallo o hay. ¿Se es más feliz teniendo mala memoria (tanto para lo bueno como para lo malo)? Dispongo de una buena memoria (para rememorar lo uno y lo otro). Hay a quienes les gusta recomendar que necesitamos recordar las plurales bondades que nos suele deparar olvidar. El abajo firmante puede olvidar, porque ha sido capaz de hacer tal cosa con varias afrentas recibidas, pero no puede echar en saco roto el craso error personal cometido, si le consta que alguien salió perjudicado por ello.

A mí me gusta recordar los tres versos endecasílabos iniciales de la “Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita a don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, en su valimiento”, escrita en tercetos encadenados, por Francisco de Quevedo y Villegas en 1630: “No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo”. Pero, en el supuesto de que un día se diera ese aprieto, brete o caso, acaso se decantara servidor por seguir la lección del psicólogo y psicoanalista austríaco Wilhelm Stekel, que recogió Jerome David Salinger en “El guardián entre el centeno” (1951): lo que diferencia al insensato del sensato es que, mientras que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, el segundo aspira a vivir humildemente por ella.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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