El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Ayer me emborraché, al ver a Isabel

AYER ME EMBORRACHÉ, AL VER A ISABEL

Ayer, tras haberme parado a imaginarme en plurales ocasiones cómo sería el verdadero rostro de Isabel Lesbia Belisa, por fin, salí de dudas, pues lo conocí, quiero decir que tuve el gozoso, inmenso e intenso honor y la enorme suerte de contemplar cuál era su cara (uso aquí dicho adjetivo calificativo en la doble acepción de apreciada y difícil de ver, por valiosa) cara, y que esta me gustara a rabiar. No sospeché, pues no había mediado previo aviso, que, nada más abrir la puerta de casa, iba a darme de bruces con ella, que era, precisamente, quien había pulsado el timbre. Pronunció su nombre, Isabel, se abalanzó sobre mí con los brazos abiertos, por delante, y me estampó dos besos sonoros, esplendentes, como dos soles, uno en cada una de las mejillas de mi (barrunto, intuyo o sospecho, entonces ya sonrojada) faz. Unos segundos después, cuando quedamos ambos a la misma altura, tras subir ella el tercer y último escalón que da acceso a la entrada, pude comprobar, de manera fehaciente, lo obvio, que Isabel era un pibón, un bombón.

Estoy completamente seguro (ni que lo hubiera parido) de que mi amigo del alma y heterónimo Emilio González, “Metomentodo”, la primera vez que nos veamos, tras el episodio milagroso, me preguntará por ella, pues conjeturo que, para entonces, ya habrá leído y aun releído estos renglones torcidos, que intentan dar somera cuenta cabal del prodigioso suceso vivido. ¿A quién se parece? ¿A tu adorada Ava Gardner, que se casó tres veces, la última con Frank Sinatra, o a Iris, que te hechizó en Tenerife y aún no has logrado deshacer del todo dicho amarre o encantamiento? Como con él siempre soy sincero, pues, para una sola vez que no lo fui me pilló y sacó los colores (y aprendí la lección), le tendré que contar la fetén, que ni a la una ni a la otra. Isabel es Isabel; y le pediré que me perdone por haber echado mano de semejante perogrullada. Isabel es la extraña fusión de una vaporosa pareja de baile, brisa bella, que se dieron la mano complementaria, nada más sonar los primeros compases del vals, si es que algún poeta calificó a ese viento lene, de ida y vuelta, alguna vez así, con dicho adjetivo.

Isabel, en ese susodicho y dichoso primer encuentro, procedió como un torbellino. Se presentó, me dio dos ósculos indelebles y, ni corta ni perezosa, tras decir y hacer lo apuntado (y bien apuntalado), sin concederme unos segundos de respiro, como han hecho otras féminas en otras oportunidades, para acordar la habitual y lógica tregua con la coyuntura, me preguntó: ¿Un literato auténtico, con las ocho letras, puede permitirse el lujo de autocensurarse? Dame unos segundos para poder pararme a meditar y responderte con criterio, con alguna enjundia, Isabel, por favor, le aduje; y le acompañé al salón, donde, con un leve ademán de mentón y párpados, le di a entender que podía sentarse donde mejor le pareciera o eligiese. Decidió tomar asiento en el sofá, y cuando advirtió mi intención, pues en ese preciso instante me dirigía al sillón de orejas, que queda justo enfrente, para sentar allí mis posaderas, con la palma imantada de su diestra dio tres golpecitos o toques en el mullido asiento, indicándome que me sentara a su vera, como así hice.

A la sazón, tras tomarme un minuto escaso para recapacitar, le expuse a Isabel esta razón: Un escritor puede hacer un montón de cosas, pero para poder seguir haciéndolas es condición imprescindible estar vivo. Así que debe ponderar pros y contras. A mí me sirvió, me sirve y tal vez me sirva en el futuro, esto es, siga siéndome útil, la distinción entre hombre insensato y sensato, que Jerome David Salinger acogió e/o incorporó a su novela “El guardián entre el centeno” (1951), donde cabe leer la susodicha, que fue establecida y se debe al psiquiatra austriaco Wilhelm Stekel: mientras el primero ansía morir orgullosamente por una causa, el segundo aspira a vivir humildemente por ella.

Como soy un caballero (aunque no monte burro, yegua o corcel, desde mi más tierna infancia), no un sicofante, e Isabel me rogó encarecidamente que, si escribía sobre el imprevisto evento de marras, contara solo lo imprescindible (que implica, necesariamente, callar lo escabroso), aquí coloco el punto final a este texto.

   Ángel Sáez García

   angelsaez.otramotro@gmail.com

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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