LA FUENTE DE CERVANTES FUE SU VIDA
Está claro, cristalino, que la fuente de la que bebió, bebe y beberá todo autor (habido, actual/presente y por haber) se sitúa en el pago, paraje o heredad de “la Realidad” (vivida; auténtica, fantaseada, imaginada o soñada) y tiene varios caños (corrijo el “coños” que había escrito; en qué estaría pensando este menda); y, asimismo, como eso se predicaba antaño/otrora del cerdo (enmiendo el “credo”, ídem), animal que se cebaba durante meses y del que se intentaba aprovechar todo (hasta sus andares), otro tanto hace el literato (sea Cervantes u otro, Unamuno, verbigracia) con las anécdotas contables o episodios constatables, que le acaecieron a él o de las/os que fue testigo presencial o atento oyente), procurando sacarles el máximo partido, junto con cuanto vio, soñó, oyó o leyó.
El hacedor literario (hembra, varón o no binario) es un elector o selector; escoge qué personajes y qué coordenadas espaciotemporales son imprescindibles para vestir la idea, el relato o el tema que ha diseñado su pesquis; decide qué palabra ha de seguir a la que acaba de escribir (aunque, a veces, cuando el acto de trenzar se ha mecanizado tanto, que este ha devenido en hábito, y el urdidor es ducho en dicho menester, como ocurre con el hecho de andar, que no hace falta pensar que hay que dar un paso con el pie derecho y el siguiente con el izquierdo, y luego alternar para llevarlo a cabo, eso sucede sin coronar la mentada decisión mental), y que un lance o trance vivido, soñado, oído contar o leído donde sea que él se hallara, aparezca en el texto que está escribiendo y otros (por considerar que no vienen al caso, a cuento, tal vez) no.
Son varios los cervantistas que sostienen (no sin haber aducido o alegado una o varias razones de peso) que el personaje de Orlando (el Roland francés y el Roldán español), que aparece en varios poemas épicos de la literatura italiana (por ejemplo, “Orlando enamorado”, de Matteo Maria Boiardo, y “Orlando furioso”, de Ludovico Ariosto) influyó en la creación del personaje cervantino de don Quijote.
A mí lo que me consta al respecto es que Boiardo, en los tres libros (el último, incompleto) que componen su obra, escrita en octavas reales (11A 11B 11A 11B 11A 11B 11C 11C), fundió la epopeya del ciclo artúrico o bretón con la del ciclo carolingio. ¿De ahí cabe inferir que Cervantes sumó y fundió, asimismo, varios materiales preexistentes, y de ese batido, hermanamiento o mezcla surgió su inmortal personaje? Puede. En los 46 cantos (en la misma estrofa susodicha de arte mayor, la octava real), “piedra de toque de todo estética”, hallo una mayor influencia. Me explico en el párrafo que sigue.
Si comparamos la realidad con una naranja, Cervantes le sacó el zumo a cuanto vivió, que fue mucho y variopinto (“el que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho” le hace decir Cervantes, en el capítulo XXV de la Segunda parte, a don Quijote); a cuanto vio, soñó, oyó y leyó. Don Quijote se vuelve tarumba por leer libros de caballerías, creyendo, a pies juntillas, que cuanto ha leído en dichos ejemplares era verdad pura y dura, histórica, y fidedignos los hechos narrados en ellos. En esto se diferencia de la continuación que hizo Ariosto del Orlando de Boiardo. El Orlando de Ludovico enloqueció por los desdenes de su amada Angélica, la Bella. La locura en un caso es el efecto y la causa del otro. A Orlando el amor no correspondido o desamor le vuelve orate, y a don Quijote la locura lo lleva a inventarse el amor “de oídas” de Aldonza Lorenzo (Dulcinea del Toboso). Don Quijote se vio abocado (así lo argumenta él y lo leemos en el capítulo inicial de la obra) por las circunstancias a enamorarse:
“Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma”.
Quien haya leído hasta aquí acaso entienda ahora por qué Otramotro se saca de la manga, como el jugador fullero o truhan ases, amadas sin cuento. Hace como don Quijote, inventarse pasiones para ejercitarse (para cuando llegue la hora, si es que llega; a fin de estar preparado).
Ángel Sáez García