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REPORTERO DE GUERRA: El caso Couso y la muerte en el campo de batalla (XXXIV)

Cuando pesan el color político de las balas, la nacionalidad de la metralla y la demagogia

REPORTERO DE GUERRA: El caso Couso y la muerte en el campo de batalla (XXXIV)
José Couso, el juez Pedraz, el sargento Gibson y algunos de los carteles acusando a EEUU de crimen de guerra en Irak y exigiendo la condena de los militares norteamericanos. PD

Es llamativo, chocante o por lo menos curioso que ninguno de los periodistas españoles caídos en acción haya levantado la décima parte de la polvareda que ha desatado la muerte de José Couso.

Ni Juantxu‘ Rodríguez, ni Luis Valtueña, ni Miguel Gil, ni Julio Fuentes, ni Julio A. Parrado, ni Ricardo Ortega han provocado manifestaciones, protestas, plantes o campañas similares.

¿Cual es la razón por la que Parrado, fallecido el día anterior, a escasamente 100 kilómetros de distancia y en la misma guerra, no haya generado polémica alguna y Couso siga siendo objeto de pugna y debate doce años después de su muerte?

La única respuesta que se me ocurre es que la metralla que acabó con el cámara de Telecinco procedía de un carro blindado norteamericano y que en aquel momento presidía el Gobierno de España el popular José María Aznar.

No encuentro otra explicación.

Ocurrió el 8 de abril de 2003 y yo todavía no había llegado a Bagdad, aunque llevaba en Irak más de dos meses.

Me habían negado reiteradamente el visado las maquiavélicas autoridades iraquíes, irritadas por los artículos que había publicado en The Guardian y por el libro que saqué al término de la Guerra del Golfo.

Para acceder al frente, a uno de ellos porque en el principal que era el del sur estaba ya Parrado y a la capital me estaba vetada, tuve que hacer malabares.

A través de Pepe Villarejo, que era comisario de Policía, logré que Monzer Al Kassar, multimillonario traficante de armas sirio afincado en España, me gestionara un salvocondusto con los siniestros generales del régimen de Bashar Al Assad.

Villarejo era un tipo muy especial. Era un comisario, pero no tenía comisaría. Era un mando policial, pero no tenia cargo orgánico dentro del estamento.

Se encontraba en «servicios especiales» y nos conocíamos desde hace más de 30 años.

Por aquel entinces no se dedicada todavía a mangar, chantajear y todas esas cosas, aunque ya apuntaba maneras.

Ya cobraba de Monzer Al Kassar.

Quiero subrayar que Villarejo me parece moralmente detestable.

La juez de la Audiencia Nacional Carmen Lamela ordenó el 6 de noviembre de 2017 el ingreso en prisión provisional del policía, de 67 años, por delitos de organización criminal, cohecho y blanqueo de capitales en el marco de la denominada «Operación Tándem».

A Pepe Villarejo no le dejaría nunca dinero a deber durante mucho tiempo, ni haría negocios con él,

Ero antes y desde luego ahora.

Nunca lo use como fuente periodística, porque se inventaba casi todo, pero ocasionalmente, cuando necesite algo, desde un chaleco antibalas a un contacto para entrevistar al escurricido Abu Abass, líder del Frente de Liberación de Palestina y organizador del secuestro del barco Achille Lauro, me ha repondido.

En el último caso, por razones que sólo a él y al fallecido trafica de armas a Al Kassar, interesaban.

Ignoraba entonces que le había entrado la paranoia de grabar a todo el mundo y qe terminaría cayendo con todo el equipo y con acusaciones gravísimas.

Para mi no era una ‘fuente’, porque siempre supuse que la información que pasaba estaba contaminada, pero me parecía un amigo.

Tiene su coña lo que pasó con Abu Abass.

Fui yo quien lo entrevistó en Argel y el que publiucó todo en The Guardian, además de una cosa más breve en ‘El Mundo’, pero con una cara que espanta, Villarejo cogió mis textos y ‘vendió ‘ a sus superiores que habñua hecho un gran btrabajon de ‘infiltración’ en el mundo islámico.

No hablaba ni inglés ni francés, pero aquellos pardillo se tragaron la bola, como pude comprobar tiempo después con el comisario Garcia, Castaño, alias ‘El Gordo’.

En una ocasión para acceder a Irak, evitándome la larga espera en territorio turco, le pedí que me arreglará una entrevista con Al Kassar.

El magnate –que murió cuando se pudría condenado a cadena perpetua en una prisión de EEUU– me gestionó un pase ‘VIP‘ para acceder a la zona controlada por los kurdos, siguiendo la ruta que arranca en Damasco, llega hasta la aldea de Faysh Khabur en el lugar donde coinciden las fronteras de Siria, Irak y Turquía-, y a través de Zarkho acaba en Erbil, capital de facto del Kurdistán iraquí.

Como no podía ser de otra manera y sin moverse de su casa, Villarejo colocó entre los ingenuos del Ministerio del Interior la trola de que era él, quien había viajado. Acongojante.

Cuando falleció Couso, yo acababa de entrar en Tikrit, la ciudad natal de Saddam, 140 kilómetros al noroeste de Bagdad y los primeros soldados norteamericanos habían logrado acceder la víspera a los suburbios de la capital iraquí. Se combatía con salvaje intensidad.

El ataque de la coalición encabezada por EEUU había comenzado, sin que mediara siquiera declaración de guerra, el 20 de marzo de 2003.

La negativa de Turquía a que el ejecito estadounidense utilizase su territorio, lo que hubiera permitido a los aliados realizar una rápida maniobra en tenaza para tomar Bagdad, obligó al Pentágono a realizar toda la invasión desde el sur y retrasó el avance.

Fuerzas especiales norteamericanas y británicas tomaron contacto con las milicias kurdas, y eso permitió a presionar también desde el norte a Saddam.

En cualquier caso, el grueso de la embestida venía de abajo, donde el Pentágono había desplegado 225.000 soldados, 800 tanques M1 Abrams, 600 vehículos de combate de infantería M2/M3 Bradley, 100 helicópteros AH-64 Apache, 200 helicópteros AH-1 SuperCobra, 100 helicópteros de transporte CH-47 Chinook, UH-60 Black Hawk y CH-53 Sea Stallion, 50-60 F-14 Tomcat, 90 F-15 Eagle, 75 F-16 Fighting Falcon, 180-220 McDonnell Douglas F/A-18 Hornet, 50 A-10, 36 bombarderos B-1B, B-52 y B-2, 60 Harrier AV-8B y 4 grupos de combate marítimos que incluían a los portaaviones Constellation, Harry S. Truman, A. Lincoln y T. Roosevelt.

Frente a eso, las desesperadas maniobras del dictador, quien ordenó dividir Irak en cuatro secciones y encargó la defensa de cada región a un sicario de su entera confianza, poco podían hacer.

Los iraquíes disponían, en teoría, de un ejército de 327.000 hombres, 400.000 reservistas y 2.200 carros de combate de origen ruso y chino, de los cuales unos 700 eran T-72, 500 T-62, 500 T-54/T-55, 350 Tipo 69 y 150 Tipo 59.

Sin fuerza aérea efectiva, porque sus MiG-21, MiG-23 y MiG-25 de fabricación soviética y una cincuentena de Mirage F-1 franceses ni siquiera llegaron a despegar, su única opción fue usar a destajo la artillería, parapetarse tras la población civil en las ciudades y crear confusión lanzando misiles Al-Samud contra Kuwait, Israel y todo lo alcanzable.

El sistema de radar iraquí continuó operando en los primeros días de la invasión pese al fuerte bombardeo estadounidense, aunque poco después dejó de funcionar.

Los estadounidenses avanzaron rápidamente sin encontrar oposición destacable hasta la llegada al puente de Nasiriya, donde sufrieron una treintena de bajas mortales. De ahí llegaron las primeras imágenes de norteamericanos abatidos. La televisión iraquí incluso mostró a cinco prisioneros.

El 27 de marzo de 2003, unos mil paracaidistas estadounidenses se lanzaron sobre el norte de Irak para sumarse a los guerrilleros kurdos.

Superado a cañonazo limpio el nudo de Nasiriya, la siguiente gran dificultad que afrontaron los invasores fue una fuerte tormenta de arena, que permitió a varias unidades de la Guardia Republicana iraquí replegarse casi intactas hacia la capital.

Como ocurre siempre en la guerra de verdad, las operaciones de la Coalición estuvieron plagadas de errores, incluyendo el letal friendly fire. El 2 de abril un F/A-18 Hornet estadounidense fue abatido sobre los cielos de Bagdad por las propias fuerzas estadounidenses.

El 8 de abril, el día aciago en que lo destrozó la metralla, el camarógrafo de Telecinco José Couso se encontraba en el Hotel Palestina, donde se hospedaban unos 200 periodistas internacionales, autorizados por el régimen del sátrapa para seguir desde allí el conflicto.

Las tropas estadounidenses comenzaban a penetrar en la capital. Se escuchaban disparos y explosiones por doquier y en la distancia, desde las habitaciones más altas del Hotel Palestina o del contiguo Hotel Sheraton se podía incluso distinguir algún carro blindado.

Couso, como los miembros de otros equipos de televisión, se apostó cámara en ristre en la barandilla de la terracita de la habitación 1403. Justo encima de él, en el piso decimoquinto y mirando también al río Tigris, estaba haciendo lo mismo el ucraniano Taras Protsyuk.

De repente, a 1.700 metros de distancia, desde el puente Al Jumhuriya, un tanque Abrams M1 efectuó un único disparo de cañón. El proyectil impactó de lleno en el piso en el que se alojaban los periodistas de la agencia Reuters, matando al instante al ucraniano Protsyuk, y dejando herido de muerte a José Couso.

El cámara gallego expiró poco después, mientras estaba siendo operado en el Hospital San Rafael de la capital iraquí.

La primera reacción de algunos colegas, lógico porque a los periodistas en ‘territorio comanche’ sólo les estremece de verdad la muerte de un compañero, la dejó patente el español Jon Sistiaga, cuando afirmó tajante que aquello había sido un acto premeditado destinado a «silenciar a Telecinco y a los medios críticos con el Pentágono».

Dos días después en Madrid, en el Senado y en un acto sin precedentes, medio centenar de corresponsales parlamentarios protagonizaron un ‘plante‘ al presidente del Gobierno español, dejando sus cámaras y micrófonos ante el escaño de José María Aznar.

Momentos antes, a su llegada, en la Plaza de la Marina Española, Aznar había sido recibido con gritos de «no a la guerra» por parte de varias decenas de personas, entre las que destacaba la presencia del portavoz del grupo parlamentario socialista en el Senado, Juan José Laborda, junto a numerosos parlamentarios del PSOE y trabajadores de la Cámara Alta.

Todos, en un alarde de parcialidad espectacular donde llama la atención la presencia de tantos periodistas, culpaban al presidente del Gobierno de la muerte de Couso, por haberse fotografiado en las islas Azores el 16 de marzo de 2003, junto al presidente George W. Bush, el primer ministro británico Tony Blair y el portugués José Manuel Durão Barroso, en una reunión previa a la decisión de ir a la guerra contra Saddam.

 

En el caso de Couso, la demagogia no terminaría ahí, ni ha afectado sólo a periodistas y políticos.

Yendo a los hechos concretos y a lo que sabemos con certeza, hay que subrayar que al mando de la tripulación del Abrams M1, una máquina infernal que manejan sólo tres hombres encajonados en un cubículo muy pequeño, estaba el sargento Thomas Gibson.

El sargento, un afroamericano, siempre ha dicho que estaban recibiendo fuego enemigo y que efectuaron un disparo de ‘disuasión‘, convencidos de que desde el Hotel Palestina se les estaba ‘marcando‘.

Para entender la tensión de Gibson y sus dos compañeros a muchos les hubiera bastado compartir la experiencia que algunos reporteros españoles, como Julio Fuentes, Miguel Gil y otros, tuvimos muchas veces en la antigua Yugoslavia, cuando conseguías plaza en un transporte blindado para entrar en Sarajevo cruzando el aeropuerto o para pasar, con los soldados españoles al interior de Mostar.

El zumbido metálico de los impactos, aunque sean sólo de bala, en la chapa exterior, es escalofriante, y te pasas el recorrido encogido, temiendo que en cualquier instante, algún desaprensivo acierte en un punto débil con un simple lanzagranadas RPG 7 o con algo más grande y quedes carbonizado en el sitio.

Gibson y sus dos camaradas, no las podían tener todas consigo. El Abrams M1 va equipado con visores que permiten hasta un máximo de diez aumentos. A 1.700 metros, que era la distancia a la que tenían el Hotel Palestina, y en contra de lo que trataron de demostrar posteriormente el juez Santiago Pedraz y los que fueron posteriormente a Irak para insistir en que la muerte de Couso fue un crimen de guerra premeditado, todo lo que podían vislumbrar era que había gente en las terrazas altas del Hotel Palestina.

En esas condiciones, maniobrando a todo prisa, escuchando el enervante repiqueteo de las balas sobre el metal exterior y en territorio hostil, porque eran la vanguardia de su columna, discernir si los objetos de las balaustradas eran teleobjetivos de televisión o prismáticos con los que un ojeador enemigo señalaba su posición a la artillería iraquí, era físicamente imposible.

Podían distinguir que había personas, pero en modo alguno su identidad o algo más. En el hotel, según el testimonio de otros periodistas españoles, no operaban ni francotiradores ni ojeadores iraquíes, pero los americanos del Abrams M1 creyeron justo lo contrario.

Sólo efectuaron un disparo, lo que refuerza la tesis de que si estaban enterados de que en el enorme edificio, así como en el continuo que alberga el Hotel Sheraton, residían centenares de corresponsales extranjeros.

Antes de abrir fuego y tras informar por radio que creían estar siendo ‘señalados‘, pidieron instrucciones a sus superiores.

El teniente coronel Philip de Camp, al mando del regimiento de blindados número 64 de la Tercera División de Infantería, dio su aprobación y transmitió la orden al capitán Philip Wolford, quien a su vez autorizó al sargento Thomas Gibson.

En mi opinión, Couso cayó como Julio Anguita Parrado, Miguel Gil, Julio Fuentes, Jordi Pujol Puente o Ricardo Ortega. Como dice Pérez Reverte, a los corresponsales de guerra los matan cuando están trabajando en un lugar donde vuelan los balazos, silba la metralla y abundan los hijos de puta.

Imputar a Gibson y sus colegas un delito contra la comunidad internacional en concurso con uno de homicidio, como hizo el juez Pedraz, es una insensatez, por mucho respaldo mediático y popular que tuviera esa estrambótica decisión.

Entender, como hace el magistrado, que el Pentágono pretendía ‘amedrentar‘ a los medios para que no informaran, es no entender absolutamente nada. Y aceptar como premisa que el Pentágono pretendía silenciar a Telecinco, es una bobada sonrojante.

Los militares procesados por Pedraz aseguraron en su momento que dispararon tras ver el reflejo de ‘una luz amenazante‘ que provenía del lugar en que se encontraba el cámara ferrolano.

El Pentágono, que investigó el caso, concluyó que sus soldados no tuvieron culpa de la muerte del periodista gallego porque no cometieron negligencia ninguna y sólo respondieron a una amenaza:

«Fue un acto de guerra contra un enemigo erróneamente identificado».

José Couso, que había nacido en 1965 en Ferrol, en una familia de tradición militar y era licenciado en Ciencias de la Información rama de Imagen por la Universidad Complutense de Madrid, estaba casado y tenía dos hijos.

Ni había sido enviado a Irak por su opulenta cadena televisión con un seguro de vida millonario, ni contaba en su empresa con especiales garantías, pero eso es muy frecuente.

A alguno le chocará, porque eramos empleados de una gran empresa de comunicación, pero Julio Fuentes, Javier Espinosa, Fernando Múgica, Fernando Quintela y yo mismo, hicimos trabajos similares muchas veces, sin seguro de vida ni nada por el estilo. Y éramos periodistas ‘fijos y de plantilla’ en un diario nacional.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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