El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Que el delincuente no se llame Casto

QUE EL DELINCUENTE NO SE LLAME CASTO

Que conste en acta que no es mi propósito hacer unas risas con la noticia que acabo de escuchar y leer en varios mass media, sino al contrario, denunciar la comisión de un delito que ha dejado, como consecuencia del mismo, dos víctimas, dos. Una mujer que llevaba catorce años en coma en un hospital benéfico de Phoenix (Estados Unidos de América) ha dado a luz un bebé sano.

La buena nueva (que tiene su parte de mala y aun pésima) o viceversa, la mala nueva (que no faltará quien advierta que tiene también su parte buena; pues el nacimiento de un bebé es siempre un milagro de la naturaleza), ha dejado al personal, trabaje o no dentro del citado recinto hospitalario, desconcertado. La policía de Phoenix ya está haciendo las pesquisas pertinentes y preceptivas para dar cuanto antes con quien abusó sexualmente de la paciente. Supongo que todos los trabajadores varones tendrán que pasar por el duro trago de tener que hacerse la prueba de paternidad. Pensar que una trabajadora (con el propósito de darle un escarmiento y poner en serias dificultades a su expareja —si trabaja en el hospital, la venganza sería, además de definitiva, terrible—) ideó la manera de guardar, tras tener con él un coito, su semen en las mejores condiciones y luego se lo introdujo a la paciente, ¿es muy enrevesado? El cerebro humano (independientemente de cuál sea su sexo) es capaz de lo mejor, sí, pero, otrosí, de lo más perverso.

Está claro que el caso se tapó (por algunos, ellas y ellos —no me creo que nadie comentara que la paciente había dejado de menstruar y que el engorde era, amén de evidente, compatible con el hecho de estar encinta—) hasta que la paciente dio a luz y el caso salió a la luz, o sea, se destapó.

Ignoro si el atento y desocupado lector se ha llevado a los ojos una novelita de Juan Bautista Amorós Vázquez de Figueroa (más conocido por su seudónimo literario, Silverio Lanza), que el doctor José-Carlos Mainer Baqué, que fue mi profesor de la asignatura de Literatura Española del siglo XX, durante mi quinto y último año de carrera, llamó en clase con otro de los alias con el que, asimismo, se le conocía, “el Raro de Getafe”), titulada “Ni en la vida ni en la muerte” (1890), que yo leí aquel año, 1987.

Le transcribo (con la acentuación puesta al día) el final de la citada ficción (páginas 78 y 79 de la edición que manejo, que llevó a cabo el propio autor —incluso la dirección que aparece de la misma, Olivares, 18, era la de su domicilio o vivienda, en Getafe—), por las concomitancias que he advertido entre la noticia, verdadera, y la invención, falsa:

“Así es que cuando apenas era sensible el nuevo día, ya estaba Casto tomándose el aguardiente.

“Llegó al cementerio, abrió la puerta, atravesó el patio de los ricos, cogió el azadón recogido en un rincón de la capilla, fuese al gran corral de los pobres, buscó sitio, y dejando la herramienta sobre la tierra húmeda marchose al depósito.

“Encendió la luz del farolillo, tan ayuno de aceite como harto de telarañas, y aproximándolo al abierto ataúd pensó.

“—¡Pobre doña Teresa! También le ha llegado el día de pagar su tributo.

“Cerró las maderas de la ventana y empezó su faena.

V

“Cuando Loreto volvió de su desmayo era ya pleno día.

“Su mirada incierta reflejaba el estado de su espíritu. Llegaron todos los recuerdos desde la memoria a la inteligencia. Rehizo esta el pasado proceso y Loreto huyó aterrorizada de aquel sitio y corrió en busca de la reja confiando en que a la luz del sol podría ver mejor a su mamita muerta.

“—Las ventanas cerradas… ¿Quién está ahí no estando yo?

“Las empujó, pero no cedieron. No estaba el ánimo dispuesto a sufrir contrariedades. Miró en derredor buscando una piedra; vio el trozo de bastón en su mano y con él dio tan fuerte golpe que las maderas se abrieron.

“Por primera vez sirvió aquel bastón para descubrir un delito.

“Entró la luz del sol en aquella estancia y tras ella la mirada de Loreto.

“Las desnudas piernas del cadáver colgaban fuera de la caja. A su lado el sepulturero con los pantalones caídos miraba a Loreto como el farolillo al sol, asustado de verse tan mezquino.

“Siguió Loreto mirando y apretando su rostro contra los hierros. Saltó el tío Casto con el puño levantado buscando la cabeza de la niña y esta echose atrás, lanzó una vibrante carcajada y levantando sus ropas quedose mostrando al tío Casto los nítidos muslos de la hermosa doncella.

“Volvió el sepulturero de su estupor. Salió del cementerio y corrió tras Loreto que huyendo hacia Villaruín volvíase a intervalos para mostrar su vientre desnudo a aquel canalla que robaba a los muertos el pudor que no había sido presa de los vivos”.

Ángel Sáez García
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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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