LOA DE LA LECTURA COMPRENSIVA
Dilecta Pilar (y, asimismo, atento y desocupado lector, seas ella o él, porque las cartas que le envío a mi querida amiga y colega son abiertas y, si estás tú disfrutando de tu tiempo de ocio y te apetece, también las puedes leer):
Supongo que alguna vez has leído, si no todos, algunos de los versos libres o versículos que Jorge Luis Borges juntó bajo el rótulo provisional de “Un lector”, con el que tituló de manera definitiva su poema: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; / a mí me enorgullecen las que he leído. / No habré sido un filólogo, / (…) / pero a lo largo de mis años he profesado / la pasión del lenguaje. / Mis noches están llenas de Virgilio; / haber sabido y haber olvidado el latín / es una posesión, porque el olvido / es una de las formas de la memoria, su vago sótano, / la otra cara secreta de la moneda. / Cuando en mis ojos se borraron / las vanas apariencias queridas, / los rostros y la página, / me di al estudio del lenguaje de hierro / (…). / El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa / y lo hace en pos de un conocimiento preciso; / a mis años, toda empresa es una aventura / que linda con la noche. No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte, / no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd; / la tarea que emprendo es ilimitada / y ha de acompañarme hasta el fin, / no menos misteriosa que el universo / y que yo, el aprendiz”.
Ciertamente, como reconoce el propio Borges en el poema que he citado de manera incompleta (a sabiendas; seguramente, al haberme decantado por esta opción, le he concedido al mismo, una joya, sin duda, un valor añadido, y a alguien ya le habrá picado la curiosidad y hará lo posible por completarlo por su cuenta), la vida (vista desde diversos ángulos, sin olvidar hacerlo por el haz y por el envés) es un amplio muestrario de paradojas (en el que cabe hallar hasta una alhaja inopinada, un oxímoron); en él resume el grueso de lo vivido hasta entonces: no obtuvo el título de filología, ergo, no fue filólogo, pero (nadie se atreverá a negarle dicha condición) lo fue. Cualquier persona aficionada (diletante), apasionada, autodidacta, puede llegar a serlo sin tener que pasar por una facultad; basta con haber profesado a lo largo de los años “la pasión del lenguaje”, de la palabra. Sus noches (acaso se refiera a los días de insomnio, acaso a su proverbial ceguera) las ocupa recordando algunos (no todos, porque otros los ha olvidado ya) versos de Virgilio que leyó y memorizó en latín, una posesión y una pérdida (y quizá, también, una condena y una liberación, pues, según confiesa “el olvido es una de las formas de la memoria” —y lo dice quien ideó y creó el personaje de Funes, el memorioso, que, para rememorar un día entero necesitaba las veinticuatro horas de otro, pues lo recordaba todo—). Asume que, a sus años y en su/s circunstancia/s, toda empresa intelectual es una aventura en tinieblas. A sus años y a los que uno tenga siempre será así. Por muchos conocimientos que uno adquiera a lo largo de su existencia nunca serán bastantes para poder explicar el misterio del universo; y él, aunque los demás vean en su persona a un sabio, se verá como lo que es, un aprendiz (de ruiseñor).
Acaso te extrañe lo que estoy a punto de urdir, que juzgo que mi consideración de “aprendiz de ruiseñor”, que ha aparecido en el arranque de las más de trescientas epístolas que dirigí a mi “dilecto Jesús (ese que yo sé), epígono de este aprendiz de ruiseñor”, si no a partes iguales (acaso haya contraído más deuda con don Antonio que con don Jorge Luis), es deudora de Machado y de Borges.
Así mismo, intuyo o sospecho que alguna vez te he recitado o has escuchado cómo recitaba a otra/s persona/s los versos endecasílabos y heptasílabos (la primera vez que los tuve bajo o frente a mis ojos, me pregunté por qué dejó el segundo descabalado, pentasílabo, ya que con la simple agregación de “muchos” —que otros muchos soñaron— lo hubiera convertido en heptasílabo) el poema titulado “Leer, leer, leer”, de don Miguel de Unamuno (apellido del que, como te consta, salió mi seudónimo más habitual, Otramotro): “Leer, leer, leer, vivir la vida / que otros soñaron. / Leer, leer, leer, el alma olvida / las cosas que pasaron. / Se quedan las que quedan, las ficciones, / las flores de la pluma, / las solas, las humanas creaciones, / el poso de la espuma. / Leer, leer, leer; ¿seré lectura / mañana también yo? / ¿Seré mi creador, mi criatura, / seré lo que pasó?”.
Desde la noche de los tiempos hasta el día de la fecha, se han escrito muchos poemas, pero pocos invitan a hacer una reflexión inteligente, prudente y sensata en torno a la profunda relación existente (en la que servidor advierte una inconcusa interpenetración) entre los actos de pasar la vista por un escrito y componer un texto, la lectura y la escritura, como los citados, aunque, seguramente, tú, vate, tienes otros dos como preferidos; y tú, atento y desocupado lector (seas hembra o varón), otros tan válidos como los seleccionados por Pilar o los propuestos por servidor, que vendrán a enriquecer, sin hesitación, la visión de conjunto sobre el tema en cuestión. Y es que a nadie se le escapa lo obvio, que detrás de (o delante de —porque fue antes lector—, o al lado de —porque el escritor es el primer lector de sus textos—) todo buen escritor suele haber un buen lector; y que la lectura lleva aparejada o entraña en sí misma un proceso de recreación, que acostumbra a dejar un poso en el lector, que, devenido escritor, utilizará (abundando u objetando, ratificando o rectificando, sumando o restando, completando o complementando —evidentemente, podéis, Pilar y lector, y haréis lo correcto si agregáis las parejas de gerundios que estiméis oportunas/os—) para trenzar su urdidura (o “urdiblanda”).
Abdul Alhazred, autor del “Necronomicón”
Ángel Sáez García
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Nota bene
El famoso demólogo y orate poeta árabe Abdul Alhazred no es más que el alias que H. P. Lovecraft se puso en la infancia, inspirado en la atenta lectura que hizo entonces de “Las mil y una noches”; y supuesto autor del “Necronomicón”. Alhazred tiene su origen en un juego de palabras, all has read, que en inglés significa “el que todo lo ha leído”.
El “Necronomicón” es un grimorio (libro mágico, sagrado) apócrifo salido del magín del escritor estadounidense Howard Phillips Lovecraft (1890-1937). Lovecraft en una carta fechada en 1937 que mandó a Harry O. Fischer reveló que el título de dicho libro se le ocurrió durante un sueño. Cuando se despertó, hizo una interpretación muy sui generis de la etimología, pues, a su juicio, significaba “Imagen de la ley de los muertos”, pues entendió, de manera equivocada, que el último elemento -icón tenía algo que ver con la voz grecolatina -icon, imagen (presente en iconografía, verbigracia). Se comenta (acaso sea solo un bulo) que Jorge Luis Borges creó una ficha sobre el mismo en la Biblioteca Nacional de Argentina. Y es que Lovecraft había logrado engañar al personal al narrar en su cuento “El horror de Dunwich” que quedaban pocos ejemplares (le constaba la existencia de cinco, uno, precisamente, sí, en la Universidad de Buenos Aires).