El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

¿Proféticas serán esas palabras?

¿PROFÉTICAS SERÁN ESAS PALABRAS?

Aunque nos suele costar Dios y ayuda reconocerlo (sin embargo, he de confesar sin ambages que a mí, al menos, no me supone ningún esfuerzo extra o añadido admitirlo), todos los que nos dedicamos a juntar palabras por escrito (hembras y varones, hayamos publicado varios libros o ninguno) acabamos aceptando lo obvio, público y notorio, que somos unos tipos raros (a veces tiendo a pensar que la rareza la acarrean y viaja, desde la noche de los tiempos, en los genes. No he llevado a cabo ningún estudio concienzudo, científico, al respecto, pero en cuanto hago, eso creo a pies juntillas, soy tan raro como lo era mi generosa y hacendosa, pulquérrima, señera y señora madre, Iluminada, que prefería hacer ella las cosas de casa a mandarlas hacer, por la sencilla razón de que lo que hubiera que coronar solo lo culminaba ella a su gusto, y únicamente ella conseguía dejarlo limpio y reluciente, como la patena o los chorros del oro). Mientras redactaba las líneas anteriores, iba rememorando parte de una conversación que mantuve antaño, en concreto, un 2 de noviembre, día de Fieles Difuntos, estando tomándome un café con Casandra en el Juan Sebastián Bar (donde, desde que se inauguró dicho local y hasta que lo regentó su primer propietario, puede que se escucharan regularmente obras del celebérrimo compositor alemán Johann Sebastian Bach, pero aquella precisa tarde remota, de mediados los años ochenta del siglo pasado, estuvo claro, al menos, durante las horas que permanecimos nosotros en el interior del mencionado establecimiento, que las notas de Bach no sonaron).

Sé, a ciencia cierta, qué ocurrió, porque en uno de mis diarios (los conservo todos. ¡Qué extravagancia!, acaso colija el atento y desocupado lector de estos renglones torcidos, ¿no?) dejé constancia de cuanto hoy he vuelto a releer: “(…) Por la tarde he acudido al JSB. Había quedado con Casandra. Ha aparecido más risueña de lo habitual. Llevaba en su diestra un ejemplar de su primera obra poética ‘Donde baten los ángeles sus alas’, que había accedido a publicarle un tío suyo, editor. No cabía en sí de gozosos contento y orgullo. A fin de bajarle algunos peldaños sus ufanados humos o del pedestal en el que ella, motu proprio, se había subido e instalado (así ha interpretado Casandra mis palabras), le he dado mi parecer sincero sobre lo nuestro, nuestra imposible relación de pareja estable: que no iba a ninguna parte, que carecía de futuro, porque seguíamos encerrados ambos en nuestros respectivos y sendos laberintos. Ella es para mí más rara que un perro verde (le he vuelto a espetar el aserto así una vez más, sin anestesia, y ella lo ha recibido cual directo puñetazo en el rostro o remoquete, como de costumbre). Casandra ha sido más/menos (ruego al atento y desocupado lector, ella o él, que tache el adverbio que, según su criterio, no proceda) original, al compararme con un gato azul (refiriéndose, por supuesto, al animal que maúlla, no al utensilio elevador). Hemos quedado como amigos soportables y me ha dedicado y regalado su poemario”.

He acudido al despacho, donde tengo en mi casa la biblioteca, y allí, en la tercera balda, he encontrado el ejemplar arriba mentado y, dentro del susodicho, su dedicatoria (que Casandra escribió en la entonces página virgen, en blanco, previa a la que recoge el título de la obra y el nombre y los apellidos de la autora), que dice de esta guisa: “A ‘Egomet’ (ese era el seudónimo que, a la sazón, servidor usaba para firmar sus urdiduras y ‘urdiblandas’), a quien acaso le acaezca lo mismo que a Bach, cuya grandeza literaria será descubierta, seguramente, un siglo después de su defunción; y empiece a valorarse su producción literaria como se merecía desde el principio. Aún no ha nacido el alter ego de Felix Mendelssohn que lo resucite de entre los muertos”.

Aun siendo, como sin ninguna duda somos, ‘megarraros’ (a mí, verbigracia, cuando compruebo, de manera fehaciente, abochornado, que pasé por alto un yerro que debí enmendar a su debido tiempo, suelo pillar un cabreo morrocotudo, que parece que se me llevan los demonios, olvidando aquella lección que aprendí otrora: “Si tiene solución, ¿por qué te quejas? Si no la tiene, ¿por qué te quejas?”), todos los escritores (ellas y ellos) de ficciones, sin excepción, incluyo aquí también a los ‘negros’, somos unos afortunados, unos privilegiados, pues disfrutamos de lo lindo, un montón, imaginando los pensamientos que pergeñarán y las acciones que protagonizarán los personajes literarios que nuestro magín ha concebido, tanto o más de lo que gozarán los lectores que los/as leerán en el libro (de papel o digital) que sostengan con su/s mano/s o escuchen en su audiolibro.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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