¿CÓMO TRENZA OTRAMOTRO UNA PATRAÑA?
EN UN LÍO DE AÚPA ME HE METIDO
El que aparece arriba, en el subtítulo, es el rótulo del texto que he urdido tras leer en la página 23 del suplemento NEGOCIOS del prestigioso diario EL PAÍS del domingo 23 de abril de 2023 el primer párrafo del artículo/perfil que sobre José Elías firmó su autora, María Fernández: “El fundador de Audax y mayor accionista de Ezentis, José Elías Navarro, tiene una vida bastante peculiar con un rocambolesco comienzo: sus padres, enfadados, lo inscribieron en dos registros civiles distintos con apellidos diferentes”.
Hoy, por fin, estoy en disposición de quitarme un gran peso de encima, pues puedo narrarle al atento y desocupado lector de las urdiduras o “urdiblandas” de Otramotro cuanto hasta ayer no podía, porque lo tenía prohibido, el secreto que me quemaba el alma. Ese arcano lo acarreaba y/o porteaba conmigo desde que estudiaba la carrera de Medicina en la Universidad de Zaragoza. Durante ese primer, único e inolvidable curso, me fijé en una compañera de promoción (seguramente, porque era una sosia —no una sosa—, o el vivo retrato de una amiga con derecho a roce somero —aunque entonces esa expresión no se estilaba o usaba— que había tenido durante el verano, Cristina), que, por azar, mera casualidad, se había encaprichado, a su vez, de mí; y, a las dos o tres semanas, tras tomarnos veinte cafés juntos y mantener interminables charlas en el Juan Sebastian (sí, sin tilde) Bar, nos hicimos novios, pareja. Isabel (a quien no le molestaba que yo usara con ella un anagrama de su gracia de pila, Lesbia, y escribiera poemas llamándole de esa guisa, como lo propio había hecho veinte siglos antes Catulo con su amada Clodia) era su nombre y, aunque era una sola persona, tenía dos personalidades (y no porque tuviera un problema mental de doble personalidad, no). Me explico a continuación, porque el caso lo necesita.
Cuando la madre de Isabel la parió o ella fue alumbrada, por la razón que fuera (la ignoro, porque Lesbia no me la adujo), sus padres llevaban varios meses de morros, de uñas, o sea, enfadados, enemistados. Eso propició que ambos inscribieran a Isabel en dos registros civiles distintos, con el mismo nombre, pero con los apellidos intercambiados; el padre la inscribió con su primer apellido en vanguardia, Isabel Rodríguez Fernández; y la progenitora con el suyo por delante, Isabel Fernández Rodríguez. A la pata la llana o en plata, Isabel nació (guardo los datos exactos del día, del mes y del año en el tintero, por si acaso; nunca se sabe) en Algaso. Me contó que en su casa obraban las dos partidas de nacimiento y llegó a tener, qué cosa más curiosa, sí, dos carnés de identidad.
Reconozco que la primera vez que me confesó Isabel su secreto no la creí; escuché con atención cuanto me dijo, pero, desde un momento dado, en el que reputé que era inverosímil, como quien oye llover, porque me lo tomé a broma, a guasa, a un relato de peliculera. Ahora bien, habiendo transcurrido, aproximadamente, un mes de aquella inaceptable o infumable revelación, creyendo tal vez que no me la había referido, me la volvió a narrar tal cual, y en esa oportunidad le solté si su propósito era tomarme, de segundas, impunemente, el pelo. Ella se enfadó tanto, pilló tal cabreo, que cortamos (por decisión suya, y sin posibilidad de reenganche).
Aunque la volví a ver en varias ocasiones en distintas calles o sitios de Zaragoza (durante muchos años, indefectiblemente, cada vez que sonaban las notas musicales de “El sitio de Zaragoza”, pieza que compuso el pacense Cristóbal Oudrid y Segura, en un concierto al que hubiera acudido este menda, la rememoraba a ella y a su secreto y, asimismo, el compromiso que adquirí de que no revelaría su arcano, mientras ella siguiera viva), no crucé una sola palabra más con ella.
Como ayer mi amigo del alma y heterónimo Emilio González, “Metomentodo”, bajó a la capital maña a hacer una gestión o trámite y se enteró, por mera serendipia, de que había fallecido (vio, con sus propios ojos, la esquela de Isabel Rodríguez Fernández en el tanatorio de Torrero), hoy puedo propalar su secreto, cuando he tenido constancia, de manera fehaciente, de su óbito.
Nota bene (redactada una semana después del luctuoso hecho)
¿Puede creer el atento y desocupado lector de los renglones torcidos precedentes y presentes que hoy he recibido la notificación de un juzgado zaragozano en la que se me comunica que Isabel me ha demandado por revelación de secreto? En sentido estricto, no lo ha hecho la finada Isabel Rodríguez Fernández, sino la aún viva Isabel Fernández Rodríguez. ¿Se ha visto obligada a hacerlo por haber contravenido servidor los términos del acuerdo verbal al que llegamos otrora? Tal vez. Acabo de llamar a mi abogado para que me saque, amén de sano y salvo, cuanto antes, por supuesto, del lío en el que, involuntariamente, me he metido. Metomentodo me ha prometido (le he agradecido sobremanera el gesto), por lo que —me consta— no es, un metete, correr con la mitad de los gastos. Como no estoy loco, no es mi propósito llegar a juicio, sino a un acuerdo satisfactorio y ventajoso para ambos. Y es que la maldición romaní o paremia del gitano pesa (en general y en particular) mucho: pleitos tengas y los ganes.
Ángel Sáez García