EL DIÁLOGO A LOS HOMBRES ENRIQUECE
LO PROPIO CON LOS LIBROS ACAECE
OTRO TANTO ACONTECE CON LOS SUEÑOS
Tal vez, porque ayer, sábado 23 de marzo de 2024, por la mañana, estuve en la villa de Cornago (La Rioja), donde asistí a la misa de exequias y posterior ennichamiento de Juan Antonio Alonso (DEP, RIP), el padre de mi prima Gemma (Alicia y Jesús María, sus primos, con quienes hice el viaje de ida y vuelta, desde y hasta Tudela, en la grata compañía de sus hijos Mario y Diego, tuvieron la gentileza de subirme y bajarme de la patria chica de mi piadoso progenitor en su coche) y abuelo de Borja y Pablo, esta mañana (me refiero a la del día en que redacto estos renglones torcidos a mano, con la ayuda del ya proverbial BIC azul, domingo 24) me he levantado de la cama recordando que, en un sueño que había tenido, mientras me hallaba descansando en los mullidos brazos de Hipnos o Morfeo, rememoraba, a su vez, cuatro versos, que conforman una redondilla, dentro de la primera décima de un poema más largo de Francisco de Quevedo y Villegas, su letrilla lírica “A un rosal”, que me suelen venir a la memoria, cada vez que tengo que argumentar alguna razón en contra de un comportamiento soberbio o ufano: “¿De qué sirve presumir, / rosal, de buen parecer, / si (aun) no acabas de nacer / cuando empiezas a morir?”.
Como es mi propósito no olvidar a nadie de cuantas/os tuve la dicha de saludar, dentro y fuera de la iglesia de san Pedro, dentro y fuera del camposanto cornagués, me limito a señalar que me alegró sobremanera ver a quienes hacía mucho tiempo que no me echaba a los ojos y con quienes disfruté compartiendo diálogos, aunque fueran escuetos, concisos.
Aunque algunos nasciturus, proyectos de congéneres, murieron antes de nacer, en su estado embrionario o fetal, otros a los pocos días de ser alumbrados, otros en la niñez, otros recién estrenada la mayoridad (mi hermano José Javier, verbigracia), y otros tras ochenta y aún más años de vida variopinta, lo lógico y normal, la mayor parte de nuestros semejantes fallecieron tras culminar un poliédrico mosaico de experiencias, conformado por teselas en las que prima el triunfo sobre la derrota, el éxito sobre el fracaso, y/o viceversa, lo usual; aunque todo deceso pueda ser visto, en sí mismo, como un fiasco sin paliativos.
Bueno, pues, hoy, domingo 24 todavía, durante un breve rato de siesta, he soñado que cuanto nos ocurre a los seres humanos, que disfrutamos de lo lindo, dándole a la mui o sinhueso con otros individuos de la misma especie, también les acaece a los libros entre ellos. Y, asimismo, aunque te cueste creerlo, atento y desocupado lector, a los sueños.
Poseo varios cientos de ejemplares (algunos pendientes de devolver a sus legítimos dueños, quienes otrora me los prestaron; por ejemplo, los de la trilogía de la Ciudad Blanca, de Eva García Sáenz de Urturi, a mis primos “Fina” y José, con quienes compartí banco y en medio de quienes estuve en la misa de funeral), que componen una pequeña y desordenada biblioteca. Hasta el día de la fecha, pensaba que el libro era una naturaleza muerta que, al abrirlo el lector por cualesquiera de sus páginas con texto, renacía, como la mitológica ave fénix. Hoy, además, me consta que un libro (y hasta un sueño), sea el que sea, comparte ideas y líneas (e imágenes) con las del libro de su derecha e izquierda (con el sueño anterior y posterior), y aun con todos los del estante donde está colocado, enseñando su lomo, y hasta con los de las restantes baldas.
He comprobado, de manera fehaciente, que, en el segundo estante, el séptimo libro, contando de izquierda a derecha, es “Música para camaleones” (1980), de Truman Capote. La primera frase del libro subrayada por mí está en el prefacio y dice así: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. La facultad o virtud que nombra Capote puede ser el arte de juntar palabras o la abnegación, el altruismo, verbigracia. El libro que queda a su derecha es “Meditaciones del Quijote” (1914), de José Ortega y Gasset. Abierto al azar, aparece subrayada su celebérrima frase: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. El siguiente libro es “El guardián entre el centeno” (1951), de Jerome David Salinger. Tras llevar a cabo idéntica operación (sin tener que usar el bisturí), el párrafo que aparece subrayado es una opinión del psicoanalista austriaco Wilhelm Stekel: “Lo que distingue al hombre insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella”. Para mí, el diálogo entre ellos es evidente y ha venido a enriquecer las verdades que acarreaban los tres, matizándolas.
Barrunto o me temo que no faltará el avezado y avizor lector (ella, él o no binario) que arguya y sostenga que la razón de mi tesis es falsa como una filfa. No le quito un ápice o pizca a la tal, pues la tiene entera, íntegra. Es el lector avispado el que mejora los textos que lee, como, asimismo, ocurre lo propio a la inversa; son los textos clásicos los que enriquecen al lector que pasa y repasa su vista por ellos.
Nota bene
En cierta ocasión, una vez hube rematado la conferencia que impartí sobre Creación Literaria, antes de que el público procediera a expresar su parecer sobre la misma con abucheos o aplausos, les propuse a los asistentes y oyentes, alumnos de un colegio concertado de Enseñanza Secundaria Obligatoria y Bachillerato, abrir un turno de preguntas. La primera en tomar la palabra fue una discente que dijo llamarse Isabel y me formuló la siguiente pregunta: “¿Usted escribe como recuerda cuanto vivió y luego lo metamorfosea a su antojo, para que diga cuanto a usted le conviene decir o es fiel a cuanto acaeció y sintió?”. Le contesté, poco más o menos, esto: Suelo tomar en consideración esas dos opciones, que me planteas como un dilema disyuntivo, y otras más. Pero acaso te resulten más aleccionadoras, concluyentes y didácticas estas palabras de Oliver Sacks: “Todo acto de percepción es hasta cierto punto un acto de creación, y todo acto de memoria es hasta cierto punto un acto de imaginación”.
Ángel Sáez García