LOS VICIOS Y VIRTUDES DE LOS CORRESPONSALES

REPORTERO DE GUERRA: ¿Quien me mandaría a mi meterme en esto? (XXXII)

La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: ¿Quien me mandaría a mi meterme en esto? (XXXII)
Alfonso Rojo, prisionero de la Guardia Nacional somocista, en abril de 1979. GS

Las estampas de la insurrección sandinista de septiembre de 1978, tomadas casi siempre con un angular de 24 milímetros, permitieron a Susan Meiselas ganar el Premio Robert Capa a la mejor fotografía de guerra del año.

A mi me sirvieron para perfilar una modesta firma, sacar un poco la cabeza por encima del rebaño y para colocar a precio de saldo reportajes en revistas como Cambio 16, Blanco y Negro o Interviú (La partida y el primer empleo).

De las gestiones comerciales con esas publicaciones se encargó desinteresadamente un fotógrafo estupendo y amigo incansable llamado Enrique Cano.

En noviembre me encontraba de nuevo en Madrid, con un millón de pesetas en la cuenta corriente y la certidumbre de que la revolución guerrillera no tardaría en rebrotar con ímpetu (El bautismo de fuego y la inmortalidad).

El 4 de diciembre, festividad de Santa Bárbara -patrona de los mineros, de los artilleros y fecha de mi cumpleaños-, me despedí temporalmente de la redacción de Diario 16 y emprendí de nuevo viaje hacia Centroamérica (El ‘doctor’ Leo Gabriel y el progre impenitente versión periodista).

Esta segunda singladura fue muy distinta a la primera.

En Nicaragua todo parecía haberse aplacado (Un maestro gordo, miope y genial llamado Manu Leguineche).

De la «tribu» solo perduraba en la zona el singular Leo Gabriel.

A esas alturas, el austriaco se las había arreglado para fundamentar lazos consistentes con Marlene Chow, madre de un hijo del corrupto comandante sandinista Bayardo Arce, y ganarse la confianza una de las células urbanas del FSLN.

Un poco antes de las Navidades, Leo organizó un viaje al otro lado de la frontera hondureña.

Desde San Marcos de Colon, a pie y escoltados por media docena de guerrilleros, enfilamos trabajosamente hacia los cerros boscosos cercanos a Estelí, donde los sandinistas tenían uno de sus principales campamentos.

Avanzábamos de noche y dormíamos durante el día, eludiendo los caminos y los ranchos.

En cabeza, caminando con una regularidad de metrónomo, iba guiando el baquiano.

A cinco metros de él, marchaba el guerrillero que dirigía la patrulla.

En medio Leo y yo, y detrás de nosotros, espaciados de cinco en cinco metros, los otros cuatro sandinistas.

Íbamos en completo silencio. Nos deteníamos a intervalos, al chasquear el jefe los dedos, y reemprendíamos el camino con otro chasquido. La travesía duró ocho días.

El campamento quedaba en una meseta, entre la espesura de las montañas que circundan Estelí.

Había sesenta hombres y ocho mujeres.

Casi todos ellos estudiantes huídos de la ciudad a raíz del fracaso de la insurrección de septiembre.

La columna estaba dividida en tres escuadras.

Cada una cubría una ladera de la montaña. Los combatientes dormían en champas de lona, en grupos de cuatro o cinco.

Las medidas de seguridad eran muy estrictas.

La alimentación se limitaba al arroz, los frijoles, el café y, ocasionalmente, unas hebras de carne de vaca.

Los restos de comida, las colillas y los excrementos se enterraban.

No se hablaba ni en voz baja, solo en susurros o con chasquidos.

Ni siquiera utilizaban la madera de los arboles para cebar el fuego.

Para evitar modificaciones en la fisonomía del paisaje, recogían ramas caídas y troncos semipodridos.

Tras la excitación de las primeras jornadas, el tiempo discurría con cuentagotas, porque aquello se limitaba a esperar, esperar y esperar…

Uno de los pormenores mas duros era la humedad. Se filtraba por cualquier resquicio, impregnándolo todo con una pátina permanente. La ropa adquiría un tufo ácido, muy parecido al olor que despiden los aparejos de las caballerías.

A eso se sumaban la guarrería y el aburrimiento. Imaginaba aventuras, emboscadas y acción, como en las películas, pero la vida real del guerrillero se consume en marchas agotadoras, interminables esperas y tareas miserables.

A finales de enero de 1979 las lluvias se espaciaron y la temperatura aumentó un poco. Comenzaba la estación seca. A mediados de marzo, aprovechando la bajada de una patrulla camuflada a Estelí, Leo abandonó el campamento, pilló un autobús en la carretera y retornó a Managua.

El 6 de abril, creyendo equivocadamente que la dirección del FSLN había puesto en marcha la anhelada ‘ofensiva final’ contra Somoza, los guerrilleros de la zona cayeron sobre Estelí.

Ayudados por la sorpresa, ocuparon casi toda la localidad, con la excepción del cuartel de la Guardia Nacional y unos cuantos edificios aledaños.

Durante cuatro días saborearon el triunfo. Los sandinistas luchaban contra un tirano gordo y con aspecto de vicioso, lo que les hacía ‘moralmente superiores‘ y les absolvía de antemano de cualquier abuso, robo o mangancia.

Eran jóvenes e idealistas, como nosotros. Hablaban el mismo lenguaje que nosotros habíamos utilizado en la universidad española y eso facilitó estableciera con ellos, como hicieron Leo, Susan y bastantes otros periodistas, una intrincada complicidad.

La manifestación más penosa de ese conchabamiento fue nuestra obstinación ulterior en obviar cualquier detalle que pudiera empañar la fachada aparentemente pura y generosa de la revolución sandinista.

La inexperiencia se puede alegar como atenúante, pero lo cierto es que muchos -como lo habían sido otros en la Guerra Civil española o durante la Guerra Fría en sus estimaciones sobre el Bloque Soviético– éramos selectivos en nuestra compasión. Parecíamos capaces de excusar cualquier fechoría mientras sus autores incluyeran la palabra «liberación» en sus proclamas.

En mi caso concreto, nunca hice referencia en las cinco crónicas que mandé desde Estelí a los brutales interrogatorios o las ejecuciones sumarias de supuestos colaboradores de la Guardia Nacional.

Fui testigo de excepción de algunas de estas barrabasadas. Como periodista estaba obligado a informar, pero lo soslayé a pesar de que ciertas escenas me conmovieron hasta la médula.

Todavía recuerdo el brutal tormento a un tipo al que unos lugareños habían denunciado sin prueba alguna de ser ex miembro de la Guardia. Los sandinistas estaban convencidos de que el sujeto había sido enviado desde el cuartel a espiar sus posiciones.

Los juveniles rebeldes tenían a media docena de prisioneros en una esquina, todos maniatados y esperando su destino.

A otro, al que les parecía importante, le habían despojado de los pantalones y la camisa y lo tenían en cuclillas en medio de un patio, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. Uno de los guerrilleros, el que hacía las preguntas, permanecía agachado frente a él; los otros dos vigilaban enhiestos con los fusiles en ristre.

La luz se colaba entre las hojas de los árboles y formaba rayas en el piso, como si una jaula intangible retuviera al prisionero.

El interrogador preguntaba y los otros dejaban caer, alternativamente, las culatas contra los hombros del cautivo. Después le mandaron abrir la boca y le empotraron la punta de un kalasnikov hasta la campanilla, jurándole a gritos que le iban a volar los sesos. No le dieron el «paseíllo» hasta la noche, y yo bajé con ellos a mirar.

El condenado era bajito, compacto y tenía un rostro primitivo. Cuando alcanzamos la barranca, solo inquirió si lo iban a matar. Le dijeron que sí y preguntó si podía rezar.

Le enfocaron a la cara con una linterna, soltaron sus manos para que se santiguara. Le mandaron cavar y se negó. Le golpearon y se siguió negando. Dejaron volar unos segundos y una muchacha de apenas quince años le descerrajó dos balazos en la cabeza. Cayó a tierra sin exhalar un gemido.

LLEGAN LOS DUROS DE LA GUARDIA NACIONAL

Anastasio Somoza Debayle tardó en reaccionar, pero cuando comprobó que se trataba de un levantamiento localizado, despachó hacia Estelí un batallón de la EEBI. Sus tropas de élite no tardaron en cercar a los insurrectos.

La noche del 13 de abril, día de Viernes Santo, con las botas envueltas en trapos para no hacer ruido, dos centenares de guerrilleros lograron filtrarse entre las líneas de la Guardia y escabullirse hacia las montañas.

Podía haberme ido con ellos, pero me quedé. Fue una decisión fruto en parte del miedo y en buena medida de la ambición profesional.

Era el único periodista que había estado en el interior de la ciudad durante la semana clave. Había transmitido alguna crónica a Diario 16 utilizando el teléfono de una de las sucursales bancarias saqueadas por los guerrilleros. Había asistido al interrogatorio y a la ejecución sumaria de varias personas. Había visto como solicitaban rezar los condenados y hasta fotografiado algún fusilamiento.

Estaba obsesionado con publicar mi material y había encontrado una familia dispuesta a darme asilo hasta que amainase la tormenta.

Mi plan consistía en refugiarme en una casa, esperar a los corresponsales extranjeros que seguramente afluirían en tropel en cuanto se aflojase el cerco, valerme de mi condición de colega para unirme al grupo y retornar sin contratiempos al resguardo de la civilizada Managua.

Desconocía sin embargo que la Guardia Nacional tenía órdenes estrictas de no dejar entrar periodista alguno antes de concluir una concienzuda operación de limpieza.

A medida que avanzaba la jornada del Sábado Santo se acrecentaba mi ansiedad. Llegaban rumores de que los soldados progresaban manzana a manzana y con métodos expeditivos.

Obligaban a salir al centro de la calle a los vecinos, ordenaban a los varones remangarse los pantalones y despojarse de las camisas. Todos los que exhibían rozaduras en las rodillas, arañazos o la marca violácea que deja la culata en el hombro cuando se dispara reiteradamente un fusil, eran maniatados y conducidos hacia un destino incierto.

Los periodistas extranjeros no aparecían por lado alguno. Lustré mis botas e hice desaparecer del pantalón los cuajarones de sangre y barro. Tres días antes, un proyectil de mortero había volatilizado a un guerrillero a escasos metros de mi, lanzando a los cuatro vientos pedazos de sus entrañas.

El Domingo de Resurreción se me agotó la paciencia. Me afeité, me colgué una cámara al cuello para recalcar mi condición de reportero y enfilé hacia el Colegio Nuestra Señora del Rosario, que regentaban las monjas de la Asunción y está enclavado en la salida sur de la ciudad. Allí daban clase varias religiosas españolas.

Fui avanzando lentamente, con las pelotas pegadas al trasero y la boca seca por el canguelo. A medio camino sudaba copiosamente, y cuando avisté la valla del colegio respiraba como un paciente de enfisema.

Frente al portón del edificio permanecían aparcados dos jeeps de la Guardia. Dudé, pero era evidente que los soldados me habían avistado y ahora me observaban.

Metí las manos en los bolsillos y, cautelosamente, reanudé la marcha hacia ellos tratando de aparentar tranquilidad, espontaneidad y un absoluto control.

Justo en la entrada, se interpuso en mi ruta el teniente y me pidió cortésmente la documentación.

«Así que es usted el español que anda con los sandino-comunistas… -farfulló, esbozando una sonrisa digna de un concurso de dentífricos-. ¿No le gustaría entrevistar a nuestro coronel?»

Pero matar, lo que se dice matar a alguien, no lo vi hasta llegar a Nicaragua.

Fue también allí donde por primera y única vez en mi vida, pensé que iba a morir.

No que podía morir, que es un pensamiento bastante común y que nos embarga ocasionalmente a todos, sobre todo a los que sean un poco hipocondríacos, sino que iba a morir, que mis días se habían acabado…

Y es sensación la certeza de que te ha llegado la hora, es algo muy distinto a la difusa idea de que no somos eternos.

Ocurrió en Semana Santa. Yo había entrado en Nicaragua desde Honduras, caminando por las montañas, con una banda de guerrilleros sandinistas.

Y estos, que eran unos caraduras y unos desarrapados aunque aquí los pintásemos con tintes heroicos en los medios de comunicación, asaltaron la ciudad de Estelí.

En titulares de periódico y a 8.000 kilómetros de distancia, lees Estelí y te parece gran cosa, pero de cerca no deja de ser poco más que un poblacho, al lado del cual Tomelloso, Venta de Baños o Betanzos parecen Nueva York.

Los sandinistas ocuparon a toda prisa la localidad, con la excepción del fortificado cuartelillo local, se dedicaron a saquear con esmero lo saqueable, ejecutaron tras unos remedos de juicio popular a varios desventurados cuyo delito podía ser tener un pariente en la Guardia Nacional de Somoza o haberle prestado una bicicleta al teniente de turno y cuando el dictador envió desde Managua a sus dos compañías de élite para zanjar el asunto, optaron por salir por piernas.

Me explicaron que, aprovechando la noche, iban a cruzar hacia el monte y me propusieron que escapara con ellos.

Yo había hecho muchas fotos, guardaba conmigo los carretes y ese material me ardía en las manos. Había que sacarlo cuanto antes y venderlo a los medios internacionales.

También había enviado varios reportajes cortos a ‘Diario 16‘ e ‘Interviú‘ desde el teléfono del único banco local y no las tenía todas conmigo.

Aunque suene paradójico, ser periodista, europeo, español y blanco te da una protección suplementaria en casi todas las zonas de conflicto y de noche todos los gatos son pardos.

Pensé, con bastante buen criterio por cierto, que si se producía una ensalada de tiros en medio de la huida, a nadie le iba a preocupar que me llamase Alfonso, me apellidara Rojo, fuera natural de Ponferrada y hubiera estudiado interno en los Jesuitas de León, en la misma época en que Mariano Rajoy y Fernando Becker eran alumnos mediopensionistas del colegio.

Así que decidí quedarme escondido, a la espera de que aparecieran los primeros reporteros para unirme a ellos.

Anastasio Somoza no había permitido acceder a Estelí a periodista alguno durante los cuatro días de combates y en las primeras horas de aquel Jueves Santo no dejó entrar a nadie en la localidad, ni siquiera a representantes de los medios de comunicación.

Los soldados de la Guardia iban casa a casa, ordenando a los vecinos salir al centro de la calle y se llevaban a todos los que tenían rozaduras en las rodillas, pinta rara o marcas en el hombro, que pudieran corresponder al culatazo que pega el fusil cuando se dispara.

No era cuestión de quedarse esperando y que alguno de aquellos facinerosos, al verme y a solas, tuviera la ocurrencia de descerrajarme un tiro, por lo que me afeité como pude, me puse una camisa limpia, rasqué el barro de los pantalones, metí mis cámaras y cuadernos en la bolsa y más derecho que un palo, enfilé hacia el Colegio de la Asunción, donde daban clase varias monjas españolas.

 

El colegio queda justo a la salida, donde pasa la carretera Panamericana camino de Managua y estaba a punto de traspasar el portón, cuando me cortaron el paso varios soldados.

«¿Quién sos?»

«Me llamo Alfonso Rojo y soy periodista…»

«¡Hombre! El español»

Yo, en mi ingenuidad, hasta me sentí gratificado al descubrir que me conocían.

«¿Y dónde vas?»

«Al colegio…»

«¡Aaaah! Sos vos el que ha entrevistado a Daniel Ortega ¿No?»

Daniel Ortega, que ahora es el presidente de Nicaragua, muy amigo de Hugo Chávez y un sinvergüenza de tomo y lomo al que su propia hijastra ha acusado de violador empecinado, era en aquellos días el jefe de los sandinistas en la zona del norte.

Yo asentí y el tipo, que llevaba estrellas y galones de teniente y parecía muy divertido, me preguntó:

«¿Y no querrás entrevistar a nuestro coronel Zúñiga?»

Por lo visto se apellidaba Zúñiga el coronel de marras. Era una situación delicada: como verse entre los yakuza, esos gánster japoneses ante los que hay que cortarse una falange del dedo meñique para probar que se es fiel.

En esas circunstancias, aunque no te apetezca lo más mínimo, no queda otro remedio que estirar los labios simulando complacencia y decir si con la cabeza.

Asentí resignado, me hicieron un hueco en uno de los jeeps, partimos a toda velocidad hacia el cuartel, frenamos en seco y, apenas posé los pies en el patio, se abatió sobre mi una lluvia de bofetones.

Me subieron al jeep y salimos pitando hacia el cuartelillo. Llegamos y apenas había puesto un pie en el suelo del patio, empezaron darme sopapos y a llamarme de todo, desde mercenario hasta hijoputa.

Se arremolinaron los soldados y, en medio de improperios, me cachearon mientras permanecía con las piernas abiertas y las manos apoyadas en la pared. En un santiamén desaparecieron los documentos y el precioso material filmado con que soñaba acceder a la fama y ganar premios.

Lo que más me asustaba o quien más me asustaba era uno muy flaquito que decía:

«Mi teniente, déjemelo a mi, déjemelo a mi»

Al mediodía me ordenaron subir a un camión descubierto. Me amarraron las manos a la espalda con una ira plástica de color blanco -Enrique Cano se burlaría después diciendo que me habían atado con cintas de la pastelería ‘Mallorca-, me hicieron tumbarme en la caja y arrancamos.

«No te pongas pálido –comentó sarcástico el teniente.– «Te vas de viaje.»

Temí lo peor. Supuse que me conducían hacia una zona de combate, a un lugar donde habían interceptado guerrilleros, donde me acribillarían, pondrían un arma en mi mano y dirían a la prensa internacional que había sido sorprendido ayudando a los insurrectos. Se me encogió el alma de terror.

El nuestro, cerraba como vehículo escoba un largo convoy militar. En la cabina iban el teniente y el conductor y en la caja, sentados en los laterales, iban los soldados, mirando hacia fuera.

En el suelo de la caja, entre paquetes de munición, chalecos antibala y raciones de comida MRE, iba yo.

Fue en ese instante, en aquella penosa posición, cuando pensé que iba a morir, que se había acabado mi peripecia en este mundo. Que me llevaban a algún vertedero para ejecutarme y que quemarían después mi cuerpo con gasolina, como se suele hacer con los cadáveres enemigos en las zonas de guerra.

A lo largo de mi vida he estado en muchas situaciones de peligro.

Y mentiría si no confesara que en ocasiones he pasado un miedo atroz.

Cada vez que había que atravesar las líneas serbias para entrar en Sarajevo cruzando el aeropuerto; en Grozny cuando los artilleros rusos machacaban inmisericordemente con su artillería a los chechenos; en Ruanda durante las matanzas tribales o en Bagdad, cuando los terroristas islámicos comenzaron a secuestrar occidentales y a cortarles el pescuezo mientras grababan le escena en vídeo, he tenido miedo, pero la convicción de que todo se había acabado, de que había llegado al final de mis días e iba a morir, sólo ha embargado mi corazón una vez en tres décadas de reportero.

Una vez y fue durante los escasos tres minutos que el convoy tardó en llegar desde el cuartelillo de la Guardia Nacional somocista a la salida de Estelí.

¿Y qué te pasa en ese momento por la cabeza? ¿En qué piensa un ser humano en esa tesitura?

Pues aunque a algún chupatintas sindicalizado de la profesión le extrañe, juro que no me acordé de que no estaba asegurado.

Creo que desde el asesinato de Julio Fuentes en Afganistán y de las muertes de José Couso y Julio Anguita en Bagdad, las cosas ya no son así, pero antes -porque elevada demasiado los costes- los reporteros españoles íbamos sin seguro de vida a las guerras.

Sin seguro de vida y sin seguro de nada.

Yo, por mi cargo y ser miembro del staff del periódico, siempre gocé en los 17 años que estuve en ‘El Mundo’, de un seguro fastuoso que hubiera hecho las delicias de mis herederos caso de estamparme contra un árbol o caerme de la moto, bajando desde mi casa a la redacción por la Cuesta de las Perdices, pero si me degollaban los moros, me cocían a fuego lento los zulúes o me hacía fosfatina la metralla rusa, nada de nada.

Bueno y ¿en qué pensé yo tirado en la caja del camión militar cuando daba por supuesto que iban a matarme?

Pues… lo primero que me a la cabeza cuando ya entonaba el adiós mundo cruel, fue…¡Quién me mandaría a mí venir aquí!

Lo segundo, que no me hicieran daño, porque el hombre teme a la muerte, pero siente pánico ante la muerte con dolor.

Que fuera rápido, a tiros y no con un machete y con sufrimiento. Lo tercero, porque me dio tiempo a darle bastantes vueltas a la cabeza, que no me desfiguraran.

Soy el mayor de 9 hermanos, mi padre era ingeniero del ICAI, siempre me ha querido mucho mi familia… y me aterraba la idea de que al llegar mis restos mortales al aeropuerto de Cuatro Vientos, en Madrid, cuando mi madre levantara la tapa del cajón de zinc, me faltaran los ojos, las orejas o la lengua.

O tuviera las uñas arrancadas con alicate o los genitales abrasados con un soplete. Iba sumido en estos lóbregos pensamientos, cuando noté que el camión perdía velocidad, hasta casi pararse.

LA HORA DE LA VERDAD

Cuando se aproxima la hora de la verdad te das cuenta de que la muerte rara vez se presenta arropada con las llamaradas de la gloria, sino que llega envuelta en el pálido destello del rayo de una linterna contra el rostro o en el rechinar de las botas de los soldados sobre el pavimento.

A lo único que te aferras es a la idea de que has sobrevivido a otros peligros e intentas resistir a la pesadumbre, hasta que te vence el cansancio y la auto conmiseración. Es entonces cuando empiezas a preguntarte en voz baja:

«¿Quien me mandaría a mi meterme en esto?»

Durante varios minutos, en lo único que pensaba era en mi madre.

Me daba vueltas en la cabeza la descabellada fantasía de que, si no destrozaban mucho mi cadáver, terminaría inhumado en el panteón del cementerio de Molinaseca, mi pueblo en la provincia de León, y que cincelarían en la lápida algo así como: «Alfonso Rojo. Dio su vida por un titular en primera pagina.»

El camión formaba parte de un convoy en el que iban a lomos de camiones de transporte dos vetustos carros blindados M4 Sherman, y a la salida de Estelí, casi en el punto donde nos habían tiroteado a Susan Meiselas y a mi el otoño anterior, aminoró la marcha hasta casi quedar parado (El bautismo de fuego y la inmortalidad).

Levanté la cabeza un poco y justo a la altura del Colegio de la Asunción, donde estaba el control militar, atisbé a un tropel de periodistas apostados en los arcenes de la carretera.

Ni me lo pensé: eché las piernas por encima de la trampilla trasera y pegué un brinco. Ahora no sería capaz, pero eran 33 años y 20 kilos menos que ahora. No corrí, porque me hubieran disparado. Me limite a gritar:

«¡Soy Alfonso Rojo! ¡Soy periodista!»

Erguí ligeramente la cabeza y distinguí una veintena de periodistas. Debían de estar allí esperando a que la Guardia diera luz verde para entrar en la ciudad.

Sin recapacitar, eché los pies por encima de la compuerta trasera y salté a tierra. No intente correr. Ahí estuve listo, porque si salgo a la carrera, los militares me habrían acribillado. Habrían reaccionado de forma refleja, sin pensar. Por eso, solo grité con voz contrita:

«¡Soy Alfonso Rojo! ¡El periodista español que estaba en Estelí!»

Un corresponsal moreno y cuarentón con pinta de contable se giró ceremonioso e inquirió con un inconfundible acento ingles: «¿Qué dice, señor?»

Creí que me tragaba la tierra y, al borde de las lagrimas, volví a vocear:

«¡Soy Alfonso Rojo y me llevan preso! |No sé adonde!»

Se montó un follón, los soldados espantaron a los periodistas, pero hubo tiempo a que me hicieran fotos. En la imagen que distribuyeron las agencias aparecía con las manos amarradas a la espalda y sujeto por un soldado que medía la mitad.

Esa escena fue primera página en la edición del martes 17 de abril de 1979 de periódicos como Diario 16, El País o Pueblo. La noticia salió hasta en el New York Times y el ‘Washington Post’.

Oswaldo Sagastegui, el dibujante del Excélsior mexicano, me dedicó una viñeta en la que aparecía con los ojos vendados frente a un paredón, imaginando el Guernica de Picasso.

Me subieron a empellones al camión, me quitaron la camisa, me vendaron los ojos y esa noche, en el bunker que hay junto al Hotel Intercontinental de Managua, me interrogaron sin muchos miramientos.

En la caja del camión los soldados me despojaron de la camisa y me taparon los ojos con ella. El escritor Dominique Lapierre asevera que es un indicio fúnebre que los terroristas venden los ojos de los rehenes y que hay que evitarlo a todo costa.

«Es algo comprobado -dice el autor de ‘¡Oh Jerusalén’, ‘Mañana la libertad’ y ‘Arde Paris’-. Si un secuestrador pierde el contacto con los ojos de su victima, entonces es que esta dispuesto a matarla.»

A pesar de la sagaz observación de Lapierre, presentí que mi vida ya no corría peligro inmediato, aunque seguía obsesionándome la posibilidad de ser torturado. Hasta alcanzar Managua y que me metieran en ‘El Chipote’, donde Somoza tenía su búnker, debieron de transcurrir diez horas.

En ‘Archipiélago Gulag’, tras haber consumido once anos en un campo de trabajo estalinista, Alexandr Solzhenitsin escribió:

«El universo tiene tantos centros diferentes como seres humanos viven en el. Cada uno de nosotros es un centro del universo, y el universo se hace pedazos cuando nos susurran al oído: queda arrestado… La mayoría permanece quieta y hasta es capaz de hacerse ilusiones. Puesto que no somos culpables, ¿cómo iban a arrestarnos? Se trata de un error. Ya te llevan a rastras, cogido del cuello, y todavía te empeñas en gritarte a ti mismo: ¡Se trata de un error! ¡Aclararan las cosas y me soltaran! Otros han sido arrestados en masa, pero a lo mejor aquel era culpable?… ¿Para qué salir corriendo… por qué ofrecer resistencia ahora? Después de todo, solo lograras empeorar aun más tu situación; solo conseguirás dificultarles la labor de esclarecer el equívoco.»

Eso era, más o menos, lo que discurría por mi aturullada mente en el patio del cuartel de la Guardia Nacional hasta que me hicieron montar en el camión. Lo que intuía cuando brinqué y opte por no correr.

Tras el rocambolesco episodio a la entrada de Estelí, ya casi a oscuras y tendido en aquella camioneta, me desasosegó la eventualidad del dolor. No era un pensamiento banal. Había sido capturado en zona de guerra y después de haber convivido cinco meses con los guerrilleros sandinistas.

Lo lógico es que supiera datos relevantes y que no fuera totalmente inocente, pero me asía como a un clavo ardiendo al sueño de que yo no era ‘torturable’.

Hay un pasaje de ‘Nuestro hombre en La Habana’, la novela de Graham Greene, en donde el protagonista y el capitán Segura se encuentran en el viejo bar del Havana Club.

Con un tablero de damas entre ellos, el siniestro policía batistiano explica al inglés algunas de las leyes básicas de la represión. Cuando Wormold pregunta si han torturado al doctor Hasselbacher, Segura responde risueño que el alemán no pertenece a la clase de los torturables.

Después aclara quienes componen esa clase:

«Los pobres de mi país y de todo país latinoamericano… los emigrantes de Europa oriental, los obreros, los campesinos…»

Yo era blanco, español, educado, periodista y, medido con el miserable rasero local, bastante rico.

Contaba además con la solidaridad de la profesión: el mercurial Miguel Ángel Aguilar, el siempre atento Luis María Anson, la americana Karen DeYoung que triunfaría en ‘The Washington Post’, Alan Riding, actual corresponsal del New York Times en Paris o Filadelfo Martínez, corresponsal de ACAN-EFE y decano de la prensa extranjera en Nicaragua por antonomasia… todos, se movilizaron con vigor para sacarme del hoyo.

Cuatro días después, con un buen susto en el cuerpo y muchas horas de afligirme en pelotas aguantando un ‘benigno‘ interrogatorio, además del fajo de dólares que me prestó el corajudo embajador Pedro Manuel de Aristegui y Petit, llegué sano y salvo y como si fuera Julio Iglesias tras una gira, al Aeropuerto de Barajas, en Madrid.

Por Alfonso Rojo

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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