La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: Las dos formas de morir un periodista en ‘Territorio Comanche’ (XXXIII)

Cuando se lleva poco tiempo y todavía no sabes moverte o caer víctima de la ley de probabilidades

REPORTERO DE GUERRA: Las dos formas de morir un periodista en 'Territorio Comanche' (XXXIII)
Muerte de un reportero de guerra. RSF

La cercanía es esencial para un buen reportaje pero, a base de aproximarse a la barrera, a veces se traspasa y termina convirtiéndose uno en noticia aunque no lo desee.

Eso no está mal si se puede volver victorioso a casa, como me ocurrió a mi en abril de 1979 (El bautismo de fuego y la inmortalidad).

Todavía recuerdo el explosivo recibimiento que me propinaron mis ocho hermanos y mis padres cuando crucé la aduana del Aeropuerto de Barajas.

Fue tanta la efusión, que el siempre imaginativo Miguel Ángel Aguilar llegó a decirles en tono circunspecto a mis parientes:

«Tranquilos… si seguís así va a quedar gracioso en la edición de mañana: reportero español retorna intacto de la guerra y fallece por asfixia tras ser abrazado por sus numerosos parientes.»

Si la razón de la fama -siempre efímera- estriba en que te han dado un tiro y has pasado a formar parte del dilatado y heroico contingente de periodistas caídos en acto de servicio, el asunto deja de tener gracia.

Hay dos formas tradicionales de morir en la guerra.

Una es cuando se lleva poco tiempo y todavía uno no sabe moverse bien (El audaz ‘Bang-Bang Club’).

Arturo Pérez Reverte dice que a la mitad de los que mueren los matan en el estreno, sin darles tiempo a aprender trucos útiles como distinguir un disparo de salida de otro de llegada, moverse por una calle donde hay francotiradores, no recortarse en las puertas y ventanas, o saber que cuando hay muchos tiros a la gente le importa un comino que seas periodista.

Otra posibilidad, la más frecuente, es caer víctima de la ley de probabilidades.

En la guerra casi nunca asesinan a los periodistas, los matan cuando están trabajando en un lugar donde vuelan los balazos, silba la metralla y abundan los hijos de puta.

El índice de mortalidad entre los reporteros, incluyendo a los que se dedican al duro oficio de la guerra y asumen los trances que eso conlleva, es más bajo que el de los bomberos, los policías o los corredores de Moto GP, por poner tres ejemplos. Pero no se puede minimizar.

A riesgo de que se me olvide alguno y Dios me perdone si ocurre, son por lo menos once los corresponsales españoles que han caído en acción en los últimos años:

• El 22 de diciembre de 1989, el fotógrafo del diario ‘El País’ Juan Antonio Rodríguez ‘Juantxu’ es abatido a tiros en Panamá por soldados norteamericanos.

• El 17 de mayo de 1992, el fotógrafo catalán Jordi Pujol Puente, que andaba de ‘freelance‘ por la antigua Yugoslavia y mandaba material al rotativo Avui, muere en Sarajevo, la capital de Bosnia-Herzegovina, alcanzado por la metralla de una granada de mortero.

• El 18 de enero de 1997, Luis Valtueña, fotógrafo de la Agencia Cover, pereció en Ruanda junto a dos cooperantes españoles a manos de guerrilleros ‘interhamwe‘ -Los que matan juntos– cuando trabajaba como voluntario de la ONG Médicos del Mundo.

• El 24 de mayo de 2000, Miguel Gil Moreno, cámara de televisión que trabajaba para la Agencia estadounidense Associated Press (AP) cae en Sierra Leona acribillado en una emboscada de la guerrilla, junto al americano Kurt Schork, cuando se desplazaba en coche para informar de los combates entre el ejército gubernamental y los rebeldes.

• El 19 de noviembre de 2001, el periodista del diario El Mundo Julio Fuentes, muere tiroteado cuando se dirigía a la capital afgana desde Jalalabad. Junto a él murieron otros tres periodistas: dos de la agencia de noticias Reuters y la corresponsal de ‘El Corriere della Sera‘.

• El 7 de abril de 2003 Julio A. Parrado, muere en Irak cuando un misil tierra-aire estalló en medio del centro de operaciones tácticas de la 2ª Brigada de la Tercera División de Infantería de EEUU, situado en la retaguardia de esa unidad a un centenar de kilómetros de Bagdad.

• El 8 de abril de 2003, el cámara de Telecinco José Couso fallece en Bagdad a causa de las heridas provocadas por un proyectil disparado por un carro blindado de EEUU contra el Hotel Palestina, en el que se alojaba la mayoría de los periodistas internacionales que cubrían la información de la guerra en Irak.

• El 7 de marzo de 2004, el periodista de Antena 3 Ricardo Ortega fallece tras recibir dos balazos disparados por facinerosos haitianos en Puerto Príncipe.

David Beriain y Roberto Fraile

El 26 de abril de 2021, David Beriain murió asesinado en Burkina Faso porque a pesar de que se pudo escapar, se negó a abandonar a su compañero Fraile, que resultó malherido durante la emboscada.

Eso es lo que determina el primer informe del asesinato de los reporteros y el irlandés Rory Yong.

Fueron atacados por fanáticos musulmanes de Al Qaeda, cerca del parque nacional de Arli, en el sureste del país, cuando realizaban un reportaje sobre caza furtiva.

No en todos los casos, la reacción de los periodistas y de la opinión pública española fue similar.

Y no precisamente por la personalidad o el medio para que el trabajaban los fallecidos.

Desgraciadamente, porque obliga a reflexionar y replantearse algunas cosas, el perfil de los ‘homicidas‘, su nacionalidad, ideología y el lugar donde se producen las muertes, parece ser la clave, como dejan patente casos como el de Parrado y Couso.

LA MUERTE EN EL ESTRENO

Yo trabajé un tiempo con Julio A. Parrado y nunca llegué a suponer que podría fallecer como lo hizo, porque era lo más alejado que se puede ser de un reportero de guerra.

Había nacido en Córdoba, el 3 de enero de 1971, era hijo del líder comunista Julio Anguita y cuando llegó al periódico, por razones que se me escapan, nunca firmó una pieza usando el ‘Anguita‘.

Prefería ser Parrado y mantuvo esa costumbre cuando se fue a EEUU, comenzó a colaborar desde allí con el periódico y en vísperas de la Guerra de Irak hizo un curso de empotramiento con los americanos.

El periodismo empotrado tiene muchos detractores, porque evoca una imagen del corresponsal supuestamente independiente que se somete a mentores militares que le entregan información cuidadosamente dosificada y de un optimismo absurdo.

Para algunos, el periodista empotrado es un retorno grotesco al reportaje al estilo de la Primera Guerra Mundial, cuando la horrenda carnicería en las trincheras era presentada como una serie de progresos sabiamente planificados por los generales.

Mi experiencia es que muchas de esas críticas se hacen a la ligera y son injustas.

Acompañar a los ejércitos en el terreno es a menudo la única manera de descubrir lo que están haciendo o piensan que están haciendo.

Y en algunas zonas del planeta, tampoco existe una alternativa.

Desde que Al Qaeda, los decapitadores del DAESH y otros malandrines comenzaron a considerar a los periodistas extranjeros como objetivos o rehenes potenciales, es imposible circular por Irak, Afganistán, Libia o Siria sin correr extremo peligro.

No fue siempre así.

Cuando comencé en centroamérica a finales de los años setenta, como he contado ya y quedó patente en Nicaragua, era probablemente más seguro ser periodista que cualquier otra cosa. Hasta los paramilitares y las guerrillas tenían ‘encargado’ de prensa y se desvivían para ganar tu complicidad (La mentira, el bulo, el loro, los leones y otros desastres).

El empotramiento con un ejército regular, limita tu ubicación, restringe tus movimientos, tiene inconvenientes y puede originar una información sesgada, pero no más de lo que supone ir con la guerrilla o con una banda de narcotraficantes.

«Fecha de nacimiento, peso y tipo sanguíneo». «¿Tiene alergia a algún tipo de medicación?». «¿Sufre del corazón?». «¿Tiene alguna discapacidad que le impida correr?».

Ésas son algunas de las preguntas que te hacen en el formulario de solicitud para acompañar a las tropas estadounidenses y fue tras responderlas y escuchar atentamente muchas horas de instrucciones que Julio A. Parrado pidió en 2003 ir a Irak y en el diario, con más ligereza de la que hubiera sido necesaria, se le dio luz verde.

Parrado murió por el impacto de un cohete iraquí contra el campamento de la Segunda Brigada de la Tercera División de Infantería estadounidense, con la que viajaba.

Ese día, podía haber ido al frente en un blindado, pero decidió ser ‘prudente‘ y optó por no sumarse a la expedición.

No está muy claro el motivo, pero los siempre estrictos norteamericanos le advirtieron que su chaleco antibalas no cubría los requisitos de seguridad pertinentes y se barruntaba una jornada caliente, porque ya estaban entrando en Bagdad.

El responsable entonces de Información de Internet de El Mundo, Borja Echevarría, había hablado con él esa misma mañana y lo cuenta así.

«Nos confirmó el ataque de la mañana y nos dijo que él había pensando ir, pero que cuando estaba a punto de marcharse llegaron varios heridos del frente, alcanzados en granadas de de mortero. Ahí le volvieron a recordar que su chaleco no era el adecuado. Así que él mismo nos dijo que había hecho bien en no ir».

En El Mundo, mal aconsejados por una periodista que se daba muchas ínfulas y por orden de un director adjunto que de esto no sabía nada, eligieron el equipo pensando en la ‘comodidad‘.

Julio había estudiado Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.

En agosto de 1990 publicó su primer reportaje en el diario Córdoba, había llegado a El Mundo en 1993, y tras unos meses en la sección internacional, se fue a Nueva York.

Fue testigo en directo de los atentados del 11-S y se alistó, más por curiosidad que por otra cosa, en un curso de entrenamiento, en Quantico (Virgina) para corresponsales de guerra organizado por El Pentágono.

Desde el 21 de marzo de 2003 estaba sobre el terreno. El 7 de abril, ya a las puertas de Bagdad, mientras curioseaba con el alemán Christian Liebig en la sala de ordenadores del centro de operaciones tácticas de la 2ª Brigada, donde los siempre tolerantes americanos permitían el acceso a los corresponsales, bajo unas frágiles tiendas de lona, le alcanzó de lleno el misil iraquí.

El cohete mató también al otro periodista, el reportero del semanario alemán Focus y a dos soldados y destruyó 17 vehículos.

Fue quizá uno de los pocos tiros acertados de la artillería de Saddam Hussein en toda la contienda, pero le cayó encima. Julio tenia 32 años y Christian, 35.

Harald Henden, fotógrafo del periódico noruego Verdens Gang de Oslo, relató las circunstancias que rodearon la tragedia, dejando patente el papel determinante del azar:

«La noche anterior, nos invitaron a asistir a la incursión. Tuvimos la libertad de decidir y Julio y el reportero alemán prefirieron quedarse. Nos habían advertido de que el ataque sería muy duro. Nos metieron en un blindado y recibimos mucho fuego, pero volvimos sanos y salvos. Cuando estábamos en Bagdad llegó la noticia de que había caído un cohete en el cuartel general y habían muerto dos periodistas. Nos imaginamos que eran ellos. Es increíble que en el lugar más seguro les haya pasado esto».

La procedencia del proyectil y quizá el lugar, hicieron que su muerte no levantase excesivas olas en la profesión. No ocurrió lo mismo con José Couso, cuyo caso todavía colea más de doce años después.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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