El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Los dioses del Olimpo te saludan

LOS DIOSES DEL OLIMPO TE SALUDAN

POR LA GRACIA QUE INSUFLAS A TUS OBRAS

Dilecta Irene (Vallejo):

Los dioses (ellas y ellos) del Olimpo te saludan por la gracia que confieres a tus escritos. Bendita eres (me consta) entre las féminas y los varones celestiales que reconocen las diversas bellezas y verdades que salen de tu caletre y viajan en las yemas de los dedos de tus manos, pues las acaban acarreando tus textos, frutos jugosos que sacian, al alimón, el hambre y la sed que de tales verdades y bellezas los citados dioses tienen. Sigue ejerciendo de faro y remanso, o sea, deparándonos a quienes gozamos sobremanera leyéndote y aprendiendo (o volviendo a recordar lo olvidado), la luz, que nos alumbra, calienta e inspira, y la paz, que va implícita en tu tranquilo nombre de pila y trae calma a nuestras almas.

Acabo de releer el párrafo inicial de esta epístola y, aunque me parece haber urdido una versión sui géneris, laica, extraña, de la religiosa oración del avemaría, no la borro. Es más, la dejo tal cual, como la verdad que ha hallado el explorador que se ha abierto camino o paso en la espesura de la jungla hasta darse de bruces con ella.

Si en “Coser y contar”, el artículo que te salió bordado (¿cuál no te sale así, redondo?) y te publicaron en la página 10 del número 2.324 de EL PAÍS SEMANAL, del domingo 4 de abril de 2021, recordabas qué dejó escrito en letras de molde Carmen Martín Gaite en “El cuento de nunca acabar”, que “ponerse a contar es como empezar a coser; es ir una puntada detrás de otra, sean vainicas o recuerdos”, a mí tu nombre y primer apellido me hablan de lo mismo. Así que, al rato, me dio por escribir esto: Irene Vallejo es ir ene puntadas dando con hilo en este valle viejo, hasta que ella lo vuelve joven.

En la página 32 de tu leidísimo “El infinito en un junco” (que, por fin, tengo entre mis manos; la espera, no obstante, ha merecido la pena, porque, mientras la persona que lo había solicitado en la biblioteca pública de Tudela antes de que servidora lo pidiera lo terminaba de leer, he tenido la gran suerte de echarme a los ojos y volver a pasar mi vista y mi pesquis por “El huerto de Emerson”, de Luis Landero, que también me ha inspirado varios textos y ha resultado otro bombón) escribes: “Al entrar en el pabellón de Darío vio oro, plata, alabastro, percibió el olor fragante de la mirra y los aromas, el adorno de alfombras, de mesas y aparadores, una abundancia que no había conocido en la corte provinciana de su Macedonia natal. Comentó a los amigos: «En esto consistía, según parece, reinar». Le presentaron entonces un cofre, el objeto más precioso y excepcional del equipaje de Darío. «¿Qué podría ser tan valioso como para guardarlo aquí?», les preguntó a sus hombres. Cada uno hizo sus sugerencias: dinero, joyas, esencias, especias, trofeos de guerra. Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que colocaran en aquella caja su Ilíada, de la que nunca se separaba”.

Teniendo en cuenta el “cronotopo” en el que le tocó vivir a Alejandro Magno, siglo IV antes de Cristo, desde Macedonia hasta la India, entiendo su elección. Nosotros (hembras y varones), tus apasionados lectores, Irene, seguramente, en el día de la fecha (que trenzo esto o en la que será publicado) hemos discrepado o disentido de él, su parecer y su selección, decantándonos por otro libro. Alejandro escogió el libro (uno de los dos por antonomasia o excelencia) de Homero. Si hubiera vivido hoy, aquí y ahora, habría sido otra su decisión. A mí, por ejemplo, ese objeto, caja o cofre en el que Alejandro guardaba su tesoro más preciado, la “Ilíada” (porque, como no solo de pan vive el hombre, en ella hallaba el macedonio el alimento para su espíritu), me recuerda mucho, mutatis mutandis, el arca(z) del clérigo de Maqueda, donde el segundo y vil amo de Lázaro, “relámpago” del hambre, guardaba, como oro en paño, sus vituallas o víveres. También me recuerda, pero menos, el fardel del ciego. Advierto una clara diferencia entre Alejandro y Lázaro. La recoge este latinajo enriquecido: “Primum vivere, deinde legere, deinde philosophari” (“Primero vivir, luego leer, después filosofar”); y es que, mientras Alejandro tiene resuelto el asunto del hambre física, material, Lázaro debía ingeniárselas para satisfacer lo principal, comer para sobrevivir.

Ángel/Otramotro y la abajo firmante de esta misiva, Amanda, sosia/s de la veloz mensajera de Hera, Iris, seguramente, hubiéramos guardado en ese cofre las dos partes de “Don Quijote”, si hubieran cabido, y, si hubiera quedado espacio libre, el fijo libro de cabecera de ambos, “El Lazarillo”.

   Amanda, o sea, Iris Gili Gómez

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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