El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

¿Los canes huelen el que tengo miedo?

¿LOS CANES HUELEN EL QUE TENGO MIEDO?

Amable, atento y desocupado lector (ora seas o te sientas ella, ora seas o te sientas él):

Reconozco que este, el texto que te acabas de llevar a los ojos y has empezado a leer, lo he medio cocinado mentalmente, de madrugada, mientras intentaba que mis gélidos pies entraran en calor (he vuelto a comprobar, por enésima vez, lo que ya sabía, que, mientras los tengo fríos, no consigo conciliar el sueño), tumbado decúbito supino en el sobre, mi cama.

Está y tengo claro, cristalino, que un suceso fortuito, un hecho inopinado, puede acabar con las ganas, aunque estas sean muchas, de defecar, verbigracia. Como para muestra basta con presentar un solo botón, te pondré un clarificador ejemplo verídico. Cuando Eusebio, mi ecuánime y piadoso padre, estaba soltero (esto es, antes de que fuera padre), concretando un poco más, un año antes y un par de años después de cumplir él con el preceptivo u obligatorio servicio militar (entonces, aunque la mili no molaba, pocos se atrevían a escribirlo o decirlo a voz en cuello; tuvieron que pasar muchos años, lustros y aun media decena o docena de décadas para que la susodicha dejara de ser de obligado cumplimiento; me parece bien que hoy no lo sea), junto con sus hermanos José Luis y Félix (RIP), que tocaban el violín (mi progenitor, QEPD, rasgaba las cuerdas de una guitarra), acudía (en el coche de San Fernando, o sea, andando, sí; eran otros tiempos) desde su patria chica, Cornago (La Rioja), a varios pueblos de la provincia de Soria, sobre todo, a amenizar musicalmente a sus habitantes, durante los días en los que estos celebraban sus fiestas patronales. Eran músicos profesionales (se les pagaba por llevar a cabo dicho menester), en cierto sentido. Pero, como él nunca le dio mucha importancia al dinero, “excremento del diablo” (solía llamarlo de cuando en vez o de vez en cuando), nunca supimos sus hijos, quienes escuchábamos arrobados en esos momentos sus “batallitas”, cuánta era la guita que cobraban al día (ni a nosotros nos brotó jamás preguntarle eso, cuánta pasta allegaban).

A mi padre (en puridad, previamente a serlo, insisto), antes o después de la primera sesión de baile (aquí, en este punto preciso, advertí, con el paso del tiempo, una leve discrepancia o inseguridad, porque la anécdota nos la refirió varias veces y en unas ocasiones elegía la primera opción y en otras optaba por la segunda; me consta que en todas yo disfruté un montón escuchando con oído atento sus relatos; era un magnífico cuentacuentos o bululú; había sido un estupendo actor aficionado, diletante), le habían entrado ganas de evacuar el vientre y, para aliviarse, se metió en un corral (en el local donde se celebraba el baile o no había urinarios o se había formado una cola en ellos para entrar y usarlos, pero esto solo lo sospecho o supongo ahora, entonces ni él ni nosotros, sus vástagos y público, le dimos importancia al detalle o pormenor). No se había bajado aún los pantalones (andaba buscando en el bolsillo derecho las dos lascas o planas piedras blancas, que había elegido, de entre las que había visto en el suelo del camino en el pequeño tramo o trecho recorrido, para limpiarse el pompi, tras coronar la faena; a la sazón, el papel higiénico brillaba por su ausencia o no se estilaba en aquel “cronotopo” remoto; siendo el abajo firmante un niño de corta edad, un crío, recuerdo uno —exageraré, más basto que la lija del siete— que se llamaba Elefante, porque tenía la imagen de un paquidermo grabado en el plástico amarillento que envolvía el rollo), cuando apareció, de manera inesperada, un perro, un pastor alemán, que le ladró dos veces y mi padre, a la vez que tragaba por arriba saliva, se tragó (llevando la contraria a lo que suele airear la gente, que acostumbra a cagarse de miedo) por abajo las ganas de hacer sus necesidades. Permaneció quieto, sin moverse, como una estatua, durante un minuto, que se le hizo una eternidad, hasta que sus rezos obtuvieron el don apetecido o la gracia divina, porque por la puerta del corral entró una niña de cinco o seis primaveras, como mucho, que, viendo el panorama, el pánico reflejado en los ojos de mi padre, le dio un empujón al can, que abultaba y era más alto que ella, y se lo llevó de allí; y, solo entonces, mi progenitor volvió a respirar con la habitual normalidad.

No sé si estaré en lo cierto o marraré morrocotudamente, pero, si heredamos de nuestros ascendientes enfermedades (los expertos en genética no abrigan dudas al respecto, pues tienen datos que les impelen a aseverar que los casos y las cosas son así de notorios), es lógico pensar que podemos heredar también sus miedos. Lo digo porque yo también tengo “cinofobia”, pánico a los perros. Es más, estoy convencido de que muchos de ellos (me) lo huelen.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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