El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Lo inexplicable pongo en entredicho

LO INEXPLICABLE PONGO EN ENTREDICHO

¿HUBO CONCHABAMIENTO ENTRE BRIBONES?

Se dice (y, por ende, se escucha, a menudo) en Galicia, sobre todo, donde a las brujas o hechiceras se les llama meigas, que haberlas haylas. Bueno, pues, a pesar de que tiendo a creerme solo aquello que considera y demuestra verdadero, mediante ensayo y error, o prueba y error, el método científico, suelo dejar en mi cacumen un pequeño recoveco para la duda, para lo que, a pesar de mis prejuicios (que juegan con ese cúmulo de hesitaciones, como si fueran muñecos del pimpampum, colocados en fila, para abatirlos de la balda donde se exponen), es posible que suceda o pueda ser. Así que, a pesar de los pesares, dentro de ese rincón de mi pesquis cabe hallar adivinos, curanderos o videntes (tal vez, bidentes, con be, por tener solo dos dientes), a quienes acostumbro a llamar “sacaperras de incautos, que se dejan engañar como a un chino”. No todos son unos desalmados, pero, entre los tales, abundan los aprovechados y desaprensivos sin escrúpulos.

Hoy, aquí, disertaré unas líneas, al menos, sobre el que vivió in diebus illis en Andosilla (Navarra). Pero comencemos por el principio. El padre de Eulogio, mi informante predilecto, y este, el susodicho, solían ir a vender los artículos de su tienda por los pueblos de los alrededores con una furgoneta (silencio la marca de la misma para no hacer publicidad encubierta). Varias veces les ocurrió lo asiduo, que, al llegar a un lugar de cierta localidad, la “furgo” se les paraba en seco (casi siempre, al anochecer), y se veían en la tesitura de tener que dormir en su interior. El padre, mosqueado, llevó tres o cuatro veces el vehículo al taller habitual y el mecánico de confianza le dijo, tras hacerle la entrega del vehículo revisado, en todas las ocasiones, lo propio, que a la furgoneta no le pasaba nada. Y así era, porque, al clarear el nuevo día, el padre giraba la llave de contacto y el vehículo volvía a arrancar, funcionar, marchar.

Un día el padre comentó el hecho con un viajante y este le aconsejó que acudiera sin falta a un medio vidente, medio curandero, que prestaba sus servicios en Andosilla a cambio de la voluntad. Tras preguntar a varios andolenses, llegaron adonde el adivino tenía su consulta y atendía, y se quedaron epatados, porque, antes de ellos, había llegado una señora que le llevaba al curandero, como pago del servicio, a modo de trueque, una cesta con alubias verdes. Cuando apareció el curandero en la sala de espera, le dijo a la señora que no la recibiría si no le decía la verdad sobre un suceso previo del que él había tenido una corazonada, nada más echársela a los ojos, y era esta, que había decidido dejar en la caseta del huerto la mitad de las alubias, porque la cantidad de las susodichas le había parecido excesiva. Ella corroboró que el presentimiento del adivino había sido cierto. Y la confirmación del pálpito del vidente dejó al padre y a Eulogio de piedra.

Cuando les tocó la vez, salió el curandero de su consulta, les hizo pasar y, cuando tomaron asiento, les preguntó a qué habían venido, cuál era su problema. Le explicaron, grosso modo, el caso y este les preparó la panacea, una bolsa que no debían abrir (ignoraban, por tanto, su contenido) y que tenían que llevar siempre dentro de la “furgo” (decidieron meterla en la guantera, caja del salpicadero —por cierto, qué extraño puede ser el lenguaje; ¿alguna vez salpicó algún líquido a alguien en dicho lugar?— donde uno puede hallar de todo, menos, qué ironía, sí, guantes) para evitar el mal de ojo que le había infligido al padre un abacero que tenía su tienda de ultramarinos, a menos de cincuenta metros, en la misma calle. Hicieron cuanto el vidente les recomendó que llevaran a cabo y del problema se olvidaron, pues no volvió a ocurrirles lo pasado y vivido.

Nota bene

   La primera vez (y la segunda, y la tercera…) que le escuché a Eulogio narrar la admirable anécdota, como tiendo a poner en tela de juicio cuanto no logro entender, me nació preguntarle (pero callé en todas) si no pensó que la mujer de la cesta de alubias y el adivino, presuntos granujas, pudieran estar conchabados.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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