El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Se moría, sin duda, de… ¡deleite!

SE MORÍA, SIN DUDA, DE… ¡DELEITE!

Mi difunto primo carnal José Félix (QEPD, RIP) solía echar mano, en su lenguaje ordinario, de la locución adjetiva coloquial “de muerte”, que a mí no me encajaba, pero he de reconocer sin ambages que, en la fecha presente, tiene entrada y, por ende, ya está aceptada por el Diccionario de la lengua española, DLE: “Dicho de una cosa, que está muy bien, que agrada enormemente”. “Ha estado o resultado de muerte”, decía, para referirse a algo que le había gustado mucho, fuera una comida, una obra de teatro, una película o una velada, verbigracia. Así que, rememorando su expresión habitual, cabe y no estorba aseverar aquí que más de una vez disfruté de lo lindo recordándole chistes que contar (pues tenía arte y salero para ello), porque yo siempre he tenido buena memoria, pero, aunque tal vez fuera favorecido o beneficiado con esta, esa o aquella virtud, en el reparto a voleo de habilidades que hicieron otrora los dioses (hembras y varones), nunca fui agraciado por ninguno con el don de contar chistes.

Hoy, tras venirme a la mente o recordar otra anécdota cierta, apodíctica, he de aceptar que la locución citada, que le arribaba, velis nolis, a la mui de José Félix, o esta brotaba de su boca o lengua, de manera natural, aunque a mí no me cuadrara entonces ni a la de tres, ni a la de diez, ni a la de cien, acaso por prejuicios que acarreaba servidor desde ni se sabe cuánto tiempo y no había logrado cepillarme del todo, la considero y catalogo o clasifico como oportuna, pintiparada.

Empecé a compartir piso (en Primero de Filología Hispánica) en Zaragoza no al inicio del curso académico, sino en enero. Se había marchado del que compartían seis jóvenes riojanos, de Rincón de Soto, y uno navarro, de Tafalla, uno de los rinconeros, que se llamaba como yo, Ángel, y tenía el segundo apellido italiano; qué bien me vino para tramar mis añagazas o tretas, para hacerme pasar por nacido y nativo del país de la bota con las vecinas que vivían dos pisos más abajo del nuestro, en el quinto, con las que hicimos buenas migas.

Las primeras noches que dormí en la habitación del séptimo piso de la Avenida de Valencia tuve la sensación refractaria de que una retahíla o ristra de ayes, quejidos o suspiros, entre tiernos e inespecíficos, me habían desvelado y despertado. Juan Miguel, mi compañero de habitación, no sé si, medio en broma, medio en serio, me adujo una razón que no tenía ni pies ni cabeza, que una persona mayor, anciana, se estaba muriendo en el piso de arriba. Cuando hice amistad con los dos hermanos que se ocupaban del portal, los ascensores, la recogida de basuras, etc., les pregunté al respecto y ambos me contestaron, por separado, con evasivas.

Hice un montón de indagaciones en los dos años que estuve residiendo en aquel inolvidable piso de estudiantes (casi cuatro décadas después, mantengo una amistad inquebrantable con dos de mis excompañeros de antaño, “los Luises”, Luis Quirico Calvo Iriarte y Luis de Pablo Jiménez). Pude comprobar, de manera fehaciente, que el anciano no se había muerto, por la sencilla razón de que no había tal, y que la vecina de arriba, qué suerte (para ella), tenía orgasmos encadenados.

No sé si los tenía antes o después de leer a Santa Teresa de Jesús o a San Juan de la Cruz, pero estoy completamente seguro de que, si alguna vez recitó estos tres versos octosílabos, un oxímoron, de la santa (“Vivo sin vivir en mí, / y tal alta vida espero, / que muero porque no muero”) de Ávila, no le produjeron tanta delectación como el ariete que disponía su pareja o, tal vez, su sustituto, un consolador o vibrador de muerte. Está claro, cristalino, que la vecina del octavo solía alcanzar el octavo cielo y allí se moría de gusto. Ojalá siga haciéndolo en ese mismo piso de la Avenida de Valencia, de Zaragoza, o en otro.

Estoy completamente seguro de que, si hubiera tenido una novia que gozara de dicha virtud, hubiera escrito antes sobre la vecina del octavo de antaño y los buenos ratos que le hizo pasar a este navarro, de ascendencia riojana, que se considera, por los muchos años que vivió en Zaragoza, medio maño.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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