IDEAS DE UN BOMBERO INTELIGENTE
AUNQUE DE CUANTO AUTÉNTICO FUE PARTO,
MÁS TARDE CUÁNTO AGREGO QUE ES FICTICIO
Íñigo Domínguez, autor de la pieza literaria titulada “Ideas de bombero”, publicada en la página 20 del suplemento IDEAS de EL PAÍS de ayer, domingo 8 de diciembre de 2024, dejó escrito, negro sobre blanco, en el inicio de la misma, esto: “En periodismo, y en general, lo más difícil es tener una idea. Mientras te arrastra la actualidad se trata de seguirla, pero lo malo (adjetivo que este menda hubiera mudado por su contrario u opuesto, lo bueno, y aún lo hubiera hermoseado hasta el máximo, óptimo) son esos momentos en los que hay que pensar, meditar sobre lo que uno ve y lo que sabe, y darse cuenta de lo que uno no ve y no sabe, para intentar hacer algo al respecto. Tener una idea para saber por dónde tirar, detectar un problema, desenterrar un secreto. En fin, ser útil”. Cuánta razón tenía, tiene y tendrá (siempre que el abajo firmante no cambie de parecer, claro, verbigracia, porque una nueva verdad haya derribado de su pedestal la que servidor sostenía hasta entonces, proceso que se impone cuando la integridad intelectual lo demanda) Domínguez por escribir esos renglones torcidos (todos lo son; estos míos también, pues todos son susceptibles de ser mejorados, sin excepción), pero qué cabales son o me lo han parecido a mí.
Hace más de tres décadas y media, mientras el abajo firmante estudiaba el último año de carrera, el Quinto de Filosofía y Letras, en la Universidad de Zaragoza, me dio por pensar que una idea (sigo ignorando el porqué, pues no he logrado desentrañar aún ese enigma, misterio o secreto, de veras) suele acarrear otra en su interior (o sea, está preñada de otra) que el lector sensible (importa menos que este sea avezado o aficionado, diletante) de la prístina puede extraerle o ayudar a alumbrar o parir (con o sin realizar apenas esfuerzo). Una semana, poco más o menos, después, me decanté por pensar que no era una, sino un par, dos, y que con las tres cabía hacer lo esperado, sí, una trenza.
Bueno, pues, tras releer las líneas agavilladas por Domínguez, me he inclinado por escribir las que conforman esta urdidura o “urdiblanda”, que he decidido rotular casi casi con el mismo título de la suya, pero sin ánimo de plagiársela, sino de tributarle un párvulo homenaje, por haber dado de lleno con su dardo certero en el blanco o el centro de la diana literaria.
Durante el pasado estío, en un bloque de pisos anejo al mío, una señora mayor había salido al balcón y, seguramente, debido a la corriente que se había originado, se le había cerrado la puerta, quedando la anciana encerrada en él. Ella llamó a un vecino y este contactó por teléfono con uno de sus hijos, que acudió presuroso y subió en el ascensor de la comunidad al cuarto piso, el de su madre, pero no pudo abrir la puerta, porque su madre había puesto el cerrojo o pestillo. Así que, al vástago, que insistía, desde la calle, a grito pelado, en decirle a su progenitora que empujara con fuerza la puerta, cosa que ella había hecho repetidas veces, hasta hartarse, con el mismo resultado infructuoso, en vano, se le encendió la bombilla, y optó por llamar a los bomberos. Estos no tardaron en llegar con un camión, vehículo que llevaba incorporada una escalera extensible que acababa en una cesta protectora. Se acomodó dentro de ella uno de ellos y pronto alcanzó el balcón. Saltó dentro de él, pero, en lugar de romper el cristal de la puerta, como este menda, lego en el asunto, previó, porque él también empujó la puerta sin conseguir el fruto apetecido, optó por subir la persiana de la ventana del salón, que la señora había bajado, pero aún mantenía las hojas de la misma abiertas de par en par, saltó el bombero al salón y abrió la puerta del balcón. Tras cruzar la señora dicha puerta, fue a abrir la del piso a su hijo, que había vuelto a subir en el ascensor comunitario. Una vez solucionado el desaguisado o problema, los bomberos regresaron a su sede, en el parque, pero no lo hicieron sin haber recibido las esperadas e infinitas gracias de la anciana y su hijo, lo justo, pues, de bien nacido es ser agradecido.
Nota bene
La anécdota que acabo de narrar aquí ocurrió como la viví y la he contado. Ahora bien, como el lector habitual de mis escritos es desconfiado, pues yo mismo me he encargado de instruirle y aun obligarle a serlo, tras confesarle varias veces que (aunque de cuanto auténtico fue parto, más tarde cuánto agrego que es ficticio) miento mucho en mis textos, le aconsejo a usted, atento y desocupado lector, ora sea o se sienta ella, él o no binario, de estos renglones mejorables que consiga el teléfono del parque de bomberos de Tudela y pregunte si el episodio relatado por servidor sucedió del modo que ha quedado fijado o no, y saldrá de dudas. Si el bombero que les atiende, aun siendo irónico, en este punto es veraz, su criterio coincidirá con el mío en el ciento por ciento, o sea, que cuanto he contado es la dura y pura verdad.
Ángel Sáez García