¿ERES ITINERANTE O SEDENTARIO?
Supongo, atento y desocupado lector, ya seas o te sientas ella, ya seas o te sientas él, que a ti te pasará (y pesará, pisará, posará, o no) tres cuartos de lo propio que me viene pasando (y pesando, pisando, posando, o no) a mí, que, como dependo de las circunstancias que me rodean, que son las que son, las que mandan (qué razón tuvo José Ortega y Gasset cuando logró formular la sentencia de lo obvio, su frase más proverbial, la que proclama, propaga y propala esto, que “yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”, una verdad inobjetable, incontrovertible, apodíctica, de un tamaño inaudito, insólito), según sean las tales, seré yo. Si ellas permiten y/o propician que pueda viajar (como he comprobado que viajar me agrada, lo hago), viajo, aunque sea viejo (más viejo o usado que unos, pero menos que otros); si favorecen mi habitual sedentarismo, pues me olvido de mi condición ambulante y de tener que acarrear mi equipaje.
Cuando uno ha constatado que viajar es circunstancia benéfica para la salud física y mental (la locución latina “mens sana in corpore sano”, de Décimo Junio Juvenal, encaja, se ajusta o viene aquí como alianza en el dedo anular) de cualquier sujeto en cuestión, cuesta Dios y ayuda renunciar a esa fuente que mana tanta miel como bien. Conozco a uno que sueña con repetir, uno tras otro, todos los sucesos que vivió y gozó otrora y le produjeron una dicha impar o sin par, especial, y un placer a raudales. Por si dicho sueño no deviene más veces realidad, osa describirlos (y llega al extremo de reparar en sus detalles más menudos) para que le sirvan de estupendo sucedáneo, suplente o sustituto, ante la falta del auténtico titular.
Dado que existen muchos medios y modos de viajar, no perdamos el tiempo, oro puro, debatiendo sobre si uno es mejor que otro/s, dedicándolo a mantener discusiones bizantinas, sin aparente provecho. Uno mismo ha podido viajar de diversas maneras y, al fin, habrá concluido lo que acaso le sirva a él y a nadie más. No sé quién dijo que el mejor viaje es el previo al tal, el que culmina o corona el dedo índice del sedentario (con ganas de devenir pronto itinerante) sobre un mapa, días antes de ponerse a hacer la maleta o coger la mochila.
Es el vigésimo segundo año consecutivo (si exceptuamos los pandémicos) que decido pasar mis vacaciones estivales en la mayor de las islas canarias, donde se yergue imponente y majestuoso el Teide, Tenerife. El año pasado sentí cierto alivio y liberación al no darme de bruces con quien tanta miel les deparó a mis ojos antaño. Este año confío, deseo y espero que suceda lo mismo, que su esbelta figura y su presencia, tan deseada como jadeante (dado que el Diccionario de la lengua española, DLE, no ha dado entrada aún a los vocablos deseante y jaleante), no vuelva a seducirme, porque sé lo que me aguarda después, desazón y congoja, antesala y vestíbulo del mismo infierno.
Me conformaré con leer, pasear, eliminar las toxinas acumuladas durante el largo encadenado de la triple estación (otoño, invierno y primavera), y recargar allí las pilas, con la inestimable ayuda de la sabia brisa marina, para poder seguir con mis arraigados o inveterados hábitos (¿acaso el ser humano dejó alguna vez de ser un animal de costumbres?) de escribir y publicar un texto nuevo, al menos, a diario en mi bitácora de Periodista Digital, el blog de Otramotro.
“Déjate de bagatelas o tonterías sin cuento, Ángel; sé honesto y no te engañes. ¡Cuánto darías por volver a acariciar con tus anhelantes labios los cotizados carrillos de Iris!, y no te digo nada qué premio sería o supondría para ti volver a abrazar a tu diosa y musa”, me suelta con franqueza el pequeño demoñuelo que no veo, pero sé que se halla detrás de mi hombro izquierdo, que funge de asiduo asesor, aconsejándome (¿maldades?).
Ángel Sáez García