El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

La campana tañía por el muerto

LA CAMPANA TAÑÍA POR EL MUERTO

Y MI GOZO DE LUTO SE TEÑÍA

En el itinerario habitual de calles que hago, mientras deambulo, ora sea en el paseo que corono antes, ora sea en el que culmino después de cenar, paso por muchos sitios, pero no por el cementerio. Hoy, en concreto, he reparado en dicho hecho, porque ha dado la casualidad (o causalidad; vaya usted, atento y desocupado lector, a saber, a la postre, por cuál de las dos opciones, anagramas entre sí, acaba decantándome servidor) de que he alargado el recorrido asiduo y, mientras descendía por el lado opuesto de la calle, en cuesta, donde se halla el mismo, he aprovechado la ocasión, pintiparada, para rezar varias oraciones (sí, sí, aunque este menda haya manifestado hasta la saciedad que es un agnóstico, escéptico y/o ateo redomado; intenta acarrear sus contradicciones como eso mismo, supone, procurarán hacer los demás con las suyas, con cierta dignidad, aunque sea poca), tres o cuatro avemarías, padrenuestros y glorias, por las almas de lo que quede, cenizas y huesos, de los cuerpos de mis deudos difuntos, que están encerrados o tapiados en un nicho allí, y por las de otras numerosas personas que conocí y traté, y cuyos restos descansan o reposan en dicho lugar, el camposanto.

Reconozco que, de niño, tenía un miedo cerval a todo lo que atañía o tenía que ver con los muertos (entonces ignoraba el porqué, porque para mí dicho temor era inmotivado; al menos, yo no le conseguía hallar el quid; ahora bien, habiendo alcanzado la mayoridad, tras leer unos versos, advertí y adopté la razón que en ellos me brindó, gratis et amore, su autor); incluso, por supuesto, por el sonido (grabado o no, lo desconozco) de la campana de la iglesia de Lourdes, que anunciaba el luctuoso hecho (que, más tarde, se repetía, a la hora del funeral; casi siempre por la tarde). El toque o repique característico, del que tenía constancia y tomaba nota, velis nolis, porque, aunque me tapara los oídos, lograba colarse de rondón por cualquier resquicio, como el avezado intrépido que era, me ponía de mal humor, me enojaba, me deprimía (con sus correlatos ordinarios: decaimiento, postración y tristeza). Pero, como noto que me he quedado corto, y aquí deseo ser auténtico, veraz a carta cabal, agrego cuanto juzgo que falta: los sonidos peculiares, las notas negras de esa campana de la parroquia, me desagradaban tanto que los aborrecí, las odié.

Como, de crío (“muete” o mocete, decíamos más en Tudela otrora), estaba o pasaba muchas horas en la calle, precisamente, en el espacio que ocupa hoy la remozada plaza dedicada a la memoria del sacerdote jesuita Jesús Lasa, el día que había funeral mi alegría natural se agostaba, angustiaba y encogía, y la presencia del coche fúnebre, a la puerta de la iglesia, que siempre irradiaba mal fario, te quitaba las pocas ganas que abrigabas o te quedaban intactas de jugar a lo que fuera.

Si no estoy equivocado, el primer cadáver que vi en mi vida (me refiero al día en que tuve plena conciencia de que un semejante mío estaba muerto en mi presencia) fue el del hermano camilo José de las Heras (acabo de escribir su apellido y he dudado de si lo había escrito bien, con la preceptiva hache; creo que me ha influido rememorar el apellido del padre Baquero, que se escribía con be, no con uve), allí donde, proverbialmente, ubico mi cielo en el planeta azul (ciertamente, cada día más oscuro, casi negro), la Tierra, el seminario menor navarretano. Recuerdo que su cuerpo estaba expuesto en el recibidor del citado colegio; que lo miré, primero, de reojo, preventivamente, y luego, de manera directa, dentro del féretro, descubierto, y parecía dormido. Al hermano finado le cuadraban en vida más otros apellidos, verbigracia, de las Flores o de las Plantas, pues fue más que hermano de ambas.

No he olvidado que en el cementerio de Navarrete (La Rioja) los religiosos camilos tenían un panteón, en el que estaba enterrado el padre Deogracias. Y gracias a Dios, puede que fuera una de las dos mitades con las que decidí conformar la personalidad carismática y atractiva de uno de mis seres literarios más dilectos, fray Ejemplo, o sea, Jesús Arteaga Romero o Pedro María Piérola García, quien, en aquella oportunidad, un día de Todos los Santos, conjeturo, hizo el comentario tranquilizador de que no sintiéramos pavor de permanecer un rato allí, porque ningún muerto podría infligirnos daño alguno. Y añadió, para desdramatizar, supongo, que tal cosa no podría descartarse en lo concerniente a los vivos.

Nota bene

   Con el paso (lento o raudo, según el prisma de cada quien) de los años, he podido constatar que es una verdad apodíctica, como una catedral de grande, el aserto que otrora le adjudiqué a fray Ejemplo: No temas nunca nada de los muertos; solo los vivos pueden lastimarte.

Olvidábaseme de decir (confío, deseo y espero que a nadie le disguste leer el guiño que hago aquí al maestro Cervantes) que en unos versos del poeta metafísico inglés John Donne, que pertenecen a la Meditación XVII de su “Devotions Upon Emergent Occasions” (1624), hace la tira de años, hallé cuanto tomé por epifanía o revelación, la clave o explicación a mi intuido o presentido miedo cerval a la muerte. Son los mismos que le sirvieron al novelista norteamericano Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura en 1954, para titular una de sus obras, “Por quién doblan las campanas” (1940): “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la humanidad; por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

   Ángel Sáez García

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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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