La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: El desierto de los tártaros (LVII)

Nadie quiere emigrar antes de tiempo porque el riesgo de perder el momento clave, de dejar escapar la noticia, aterra

REPORTERO DE GUERRA: El desierto de los tártaros (LVII)
Franco presidiendo el "Desfile de la Victoria" un mes después de finalizada la guerra 1936-39. GC

El Madrid republicano capituló ante el general Francisco Franco el 28 de marzo de 1939.

A pesar de la enorme cantidad de periodistas que habían desfilado por la capital durante la contienda, todos, incluyendo a Hemingway, Malraux, Orwell, Dos Passos, Koestler, Saint-Exupery o Martha Gellhorn, se habían ido y solo O. D. Gallagher permanecía en la ciudad cuando irrumpieron en ella los nacionales.

Gallagher, que estaba escondido en el sótano del Hotel Ritz y había trabado amistad con un botones, logró enviar una docena de mensajes por telégrafo antes de que lo descubrieran los vencedores.

Le advirtieron que salvaba la piel de milagro y le expulsaron de España con cajas destempladas.

Cuando una crisis sigue abierta, la decisión de marcharse siempre es dolorosa.

Mark Kravetz, agudo periodista del diario Libération, me explicó en Bagdad, durante la Guerra del Golfo, que esa resistencia congénita de los reporteros a evacuar una plaza se conoce extraoficialmente como «síndrome del desierto de los tártaros».

El nombre esta tomado de un libro de aventuras de Dino Buzzati.

Kravetz aseguraba que el síntoma de que se ha contraído el mal es pronunciar circunspecto frases como: «La semana que viene será decisiva.»

Según el francés, a los corresponsales les pasa como al oficial destacado en una guarnición podrida y olvidada del desierto de los tártaros que protagoniza la novela de Buzzati.

Entrada de las tropas nacionales en Madrid, en 1939.

En el país no ocurre nada, pero el militar del libro es un profundo conocedor de la situación y se convence a si mismo cotidianamente de que hay indicios reveladores y que al día siguiente, o al otro, ocurrirán grandes acontecimientos. Así, día tras día, va consumiendo su vida.

No hay un solo reportero totalmente inmune al ‘síndrome del desierto de los tártaros‘.

Nadie quiere emigrar antes de tiempo porque el riesgo de perder el momento clave, de dejar escapar la noticia y que la pillen tus competidores, aterra.

Quizá por eso resulta tan chocante la temprana desbandada de los periodistas destacados en Madrid en 1939.

Tropas republicanas derrotas, marchan el exilio en 1939.

Gallagher tuvo que salir a la carrera, pero su permanencia en la capital hasta su ocupación por las tropas de Franco es una brillante muestra de profesionalismo.

Todo lo contrario que sus colegas quienes, a medida que la derrota de los rojos iba perfilándose como inevitable, abandonaron la escena deprimidos y cesaron de informar.

Durante meses, motivados por sus convicciones políticas, habían obviado toda crítica al bando republicano, ocultado bestialidades como las que se perpetraban en las checas, ajustes de cuentas como el aplicado a Andreu Nin y los trostkistas, tapado matanzas de presos como la de Paracuellos y exagerado hasta el ridículo las posibilidades de victoria del ‘bando rojo‘.

La entrada de los nacionales en el Madrid rojo (1939).

Con la perspectiva que da el paso del tiempo, resulta evidente para cualquier periodista que era un tremendo error intentar cubrir la Guerra del 36 desde un prisma ideológico, porque eso conducía a simplificar una situación extraordinariamente compleja y a potenciar las declaraciones políticas en detrimento de lo fáctico y las razones históricas.

La Guerra Civil Española fue una cruzada desde el punto de vista de los combatientes de ambos bandos y una estafa desde el punto de vista de los lectores de periódico.

No se contó la realidad y, lo que es más curioso, muchos de los reporteros responsables de esta trampa siguieron durante décadas prefiriendo el mito que habían ayudado a crear que la dolorosa verdad.

A diferencia de lo que ocurre ahora, Ernest Hemingway y muchos de los alojados en el Hotel Florida admitían abiertamente su parcialidad.

Algunos hasta hacían gala de ello.

Una miliciana roja en el Madrid de la Guerra Civil.

«Siempre detesto la falsedad y la hipocresía de los que proclaman ser imparciales y la tontería, por no decir estupidez, de los editores y lectores que demandan objetividad a los reporteros que cubrimos una guerra» -escribió alguien tan prestigioso como Herbet Matthews, quien después se haría mundialmente célebre por su entrevista al guerrillero Fidel Castro en Sierra Maestra:

«Al condenar la parcialidad se rechazan los únicos factores que realmente importan: honestidad, comprensión y rectitud; el lector tiene derecho a solicitar los hechos, pero carece del derecho de pedir al periodista o al historiador que coincidan con él.»

Milicianos de las Brigadas Internacionales.

Si el enviado del riguroso New York Times osaba proclamar esos principios, se le ponen a uno los pelos de punta al imaginar cuales eran los criterios con los que se guiaban personajes enredados ideológicamente en la lucha.

Se trata del mismo desliz que algunos cometieron una década después con el comunismo soviético o cuarenta años más tarde con Camboya, cuando el antinorteamericanismo primario los hacía cimbrearse como trastornados en los conciertos por Kampuchea e ignorar las atrocidades de Pol Pot, su banda y sus vesánicos khmeres rojos, que hasta los que nos acercamos tardíamente al conflicto pudimos comprobar sin pizca de duda.

Alfonso Rojo en Camboya, en el momento de la derrota de los Jemeres Rojos.

Y con lo que hicimos nosotros en la Nicaragua sandinista o hacen todavía muchos tontos a propósito del terrorismo islámico o las brutalidades de regímenes supuestamente progresistas, como el chavista de Venezuela.

El mal no afecta sólo a periodistas. Es muy común entre políticos, artistas e intelectuales.

Sobre este tema, publiqué el pasado 1 de diciembre de 2015 una columna en el diario ‘La Razón‘, que titulaba «Hay más tontos que botellines« en la que sostenía que si hubiera que proclamar un vencedor en esta carrera de memeces, el ganador a esas alturas sería probablemente Carlos Sánchez Mato, concejal de Hacienda del Ayuntamiento de Madrid.

Poniendo cara de pan, el edil Sánchez Mato acababa de afirmar que el ‘amor‘ es la forma de afrontar el terrorismo yihadista y de aplacar la furia asesina del DAESH.

Y lo asombroso no era que el tipo se hubiera quedado tan pancho, sino que su tesis cuenta con un nutrido contingente de seguidores en España.

El comunista Sánchez Mato.

Manuela Carmena, por citar a alguien notable, sostiene a propósito de los asesinos islámicos que la respuesta no es la venganza, sino hablar y oirnos.

En el ‘No a la Guerra’, como vimos el sábado 28 de noviembre de 2015 en una manifestación convocada en Madrid, están por el momento de forma activa cuatro badulaques, incluidos Kichi de Cádiz y su novia Teresa, pero podrían convertirse en ‘marea‘ a la mínima.

La razón no es sólo que haya en España mucha ignorancia y más tontos que botellines. Existe un terreno abonado y en lugares y ámbitos inauditos.

Manifestación pacifista en España.

¿Se acuerdan de lo que soltó el socialista José Bono en su primera visita al Pentágono? Pues que él, siendo ministro de Defensa, prefería que lo matasen a matar.

Bono, que de 2004 al presente ha echado pelo y sentido común, no debe estar ya en esas posiciones, pero a su alrededor proliferan quienes siguen erre que erre.

Hace sólo año y medio, preguntaron a Pedro Sánchez qué Ministerio sobra en España y contestó a botepronto que el de Defensa, cuyo presupuesto destinaría a la pobreza y la violencia de género.

El líder del PSOE quizá ignoraba que España dedica a sus Fuerzas Armadas nueve veces menos presupuesto que Francia y que en una democracia no hay libertad, igualdad o fraternidad, sin seguridad.

Deberíamos dar por supuesto que eso lo tienen claro quienes han estado en puestos de responsabilidad, pero tampoco.

El general podemita Julio Rodríguez.

Julio Rodríguez, quien fue Jefe del Estado Mayor con entorchados de general bajo la batuta de Carme Chacón, nos ha salido ahora con que la izquierda tira ‘bombas de auxilio’.

Estamos a la espera de que su jefe Pablo Iglesias nos explique cómo funcionan los explosivos, aunque sin mucha esperanza porque el líder de Podemos ya ha dicho que esto del Ejército Islámico y los decapitadores es demasiado importante y estratégico como para abordarlo «con soluciones que apelan a la unidad».

Es lo que tiene la gente cuya experiencia sobre Islam, terrorismo y paz se limita a haber ido en una ocasión a la semana de Turquía en el Corte Inglés.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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