El blog de Otramotro

Ángel Sáez García

Gregorio es entrañable y admirable

GREGORIO ES ENTRAÑABLE Y ADMIRABLE

“Era lo bastante listo para conocerse a sí mismo, lo bastante valiente para ser él mismo y lo bastante insensato para cambiarse a sí mismo y, al mismo tiempo, seguir manteniéndose auténtico”.

Patrick James Rothfuss, en “La música del silencio”.

De los tres Gregorios, tres, sobre los que me dispongo a discurrir brevemente en este opúsculo, atento y desocupado lector (sea ella o él), a quien le tengo más cariño y le estoy más agradecido es a mi tío (lo llamo así, aunque, en sentido estricto, no lo es) Gregorio. El esposo de mi tía Ramona, que, en realidad, era prima segunda de mi padre, y la recién mencionada nos abrieron de par en par hace muchos años la puerta de su casa en Tórtoles, barrio turiasonense, a toda nuestra familia. No estoy seguro de si fue la primera vez que subimos a Tarazona, pero recuerdo, aunque de manera desdibujada, la ocasión en la que mis hermanos varones y servidor vestíamos camisas estampadas con diversos tipos de barcos y pantalones cortos de color azul marino.

Aunque casi todas las semanas llamo y hablo por teléfono con mi tía Ramona (se pone menos veces mi tío, nonagenario), que viven en una residencia especialmente acondicionada o habilitada para cuidar a personas de la tercera edad, creo que no los veo desde que acudieron con Gabriel, su hijo, al tanatorio a darnos el pésame a mis hermanos y a mí con la tristísima y desgarradora nueva del fallecimiento de nuestra progenitora. ¡Cómo lloraba (demostraba así, sin decir palabra, su mucho pesar por la pérdida de nuestra madre) nuestro tío Gregorio!

Le confieso, sin ambages, atento y desocupado lector (sea hembra o varón), que estoy en deuda con Gregory House, protagonista de la serie televisiva, desgraciadamente, ya clausurada (¡qué pena, pues sus guionistas —con quienes, en puridad, tengo el débito— habían conseguido asimilar la inmarchitable lección de Horacio, o sea, habían logrado extraer todo el jugo o sacado el máximo provecho a los versos 343 y 344 de su “Arte poética”, es decir, a su sabia recomendación de mezclar lo útil con lo dulce!), que se tituló, precisamente, así, como su primer apellido, “House”; porque no solo le debo los buenos ratos que me ha hecho pasar viendo/escuchando sus episodios, sino que me ha abastecido sin querer, involuntariamente, de un número ingente de ideas con las que he procurado enriquecer algunas de mis urdiduras (o “urdiblandas”) en verso o en prosa.

El ficticio doctor House (personaje creado por David Shore), especialista en enfermedades infecciosas y nefrología, casi casi un trasunto de otro personaje ficticio, Sherlock Holmes, el detective salido del magín de Arthur Conan Doyle, eso sí, puesto al día, remozado, modernizado, no obstante sus notorias soberbia intelectual, misantropía (rehúsa, si pude, el contacto con sus pacientes) y egolatría, su manifiesto infantilismo (a veces actúa como si fuera un crío, apostándose con su amigo Wilson, por ejemplo, a ver quién consigue que su gallina —cada uno la suya— pase inadvertida más tiempo a los ojos escrutadores de los agentes de seguridad del hospital, o jugando en dicho recinto con helicópteros teledirigidos), resuelve casos difíciles, salvando, salvo contadas excepciones (la muerte de una paciente, empero, verbigracia, le sigue obsesionando, rondando o gravitando sobre su pesquis, hasta una década después), la vida a numerosos pacientes. Su adicción a la vicodina y al juego (si invierte en bolsa y chantajea a un paciente, rico empresario, es para conseguir que vuelvan a trabajar con él Chase y Taub), el frecuente uso que hace del sarcasmo y su frase proverbial de que “todo el mundo miente” serían ingredientes fundamentales, imprescindibles, de cualesquiera etopeyas que de él, un médico singular, inolvidable, inconfundible, genial, distinto y distante, se hicieran.

A pesar de que en algunos momentos u ocasiones llega a resultar detestable, insoportable e insufrible (incluso para los miembros de su equipo —Foreman, Cameron, Chase, Kutner, “Trece”, Taub, Masters, Adams, Park—, que, antes o después, llegan a la conclusión de que es un médico excepcional, fuera de lo común; para Cuddy, la directora médica del apócrifo Hospital Universitario Princeton-Plainsboro de Nueva Jersey y, durante algún tiempo, su pareja; para su —¿único?— amigo, el oncólogo Wilson; y acaso también para el espectador, fan o no de la serie), en otros/as todas/os las/os mentadas/os antes, arriba, se lo comerían a besos por ser un hacha o lince en lo suyo, diagnosticar enfermedades y prescribir los medicamentos oportunos para que las/os pacientes sanen, y por tener salidas inopinadas, desopilantes.

Si usted es un lector habitual de LV, que no significa, no, La Victoria, se habrá enterado de que a Gregorio Morán (hasta hace un par de años servidor compraba el diario donde aparecían los sábados las “sabatinas intempestivas” del dechado, íntegro y maestro Morán) lo han echado (¿por tener, además de una inteligencia muy por encima de la media, un géiser inagotable de estro?) de un modo frío e indecente, por burofax, un mes después de haberle censurado el artículo titulado “Los medios del Movimiento Nacional catalán” (que, por una paradoja del destino, tal vez haya tenido más lectoras/es, al haber circulado sin cortapisas por las redes sociales, que si hubiera sido publicado en LV —que no significa, no, tampoco, de verdad, La Verdad—, donde la/s verdad/es, al parecer, produce/n asco, dentera o grima; y donde el mensajero de las verdades del barquero es guillotinado). Convendría que no se preocupara en exceso. A partir de su despido, será considerado un autor de culto. Y ya se sabe (es proverbial) que para serlo, es conditio sine qua non que a una/o le hayan retirado, al menos, uno.

Acabo de releer el artículo de Morán, que arranca/ba de esta guisa: “No estaba entre mis intenciones escribir sobre la situación en Cataluña. Imaginaba que un lector habitual estaría ya saturado y poco se podía añadir a lo ya dicho. Cambié de opinión…”. Celebro dicho cambio de criterio y que agregara y no callara (seguramente, rememoró la “Epístola satírica y censoria…” de Quevedo que empieza así: “No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo”); que llamara al pan, pan y al vino, vino; y que se colara en la más rabiosa actualidad y colocara donde le correspondía como el intelectual probo que es, enfrente del poder.

Nota bene

Si se admite, sin hacer caso a las lógicas restricciones establecidas, a las salvedades hechas (han de cumplirse los requisitos, limitados a ciertos supuestos concretos), el derecho a decidir (y, para más inri, solo para unas/os y no para todas/os —si las reglas de juego cambian cuando aún no ha acabado la competición, yo quiero dar mi parecer al respecto—, ¿eso no huele a notoriamente injusto y manifiestamente antidemocrático?), cómo se les va a impedir autodeterminarse (qué razones de peso se aducirán) a los ciudadanos de una provincia, comarca, localidad, barrio, calle o edificio, que esgriman argumentos semejantes y lo hayan decidido de consuno.

Ciertamente, llevado hasta sus últimas consecuencias, el derecho a decidir puede devenir, amén de un absurdo morrocotudo, como la copa de un pino, la misma muerte, el único problema para el que todavía no se ha hallado una solución satisfactoria (ni siquiera House, el deductivo, inductivo, intuitivo y perito infractor de normas).

Yo no cursé más que el primer curso de Medicina, pero, si hubiera acabado la carrera y tenido la gran suerte de trabajar en la vida real con un especialista en diagnóstico médico de la talla de House (yo también hubiera matado, sí, para formar parte de su equipo —como cierto estudiante a punto de graduarse confesó en un episodio a Masters—, creo —espero que se entienda la ironía—, de veras), tal vez hubiera experimentado tres cuartos de lo mismo que gozaron y sufrieron quienes lo frecuentaron: la bendición y el potro de tortura a la vez, la caja de bombones o de ascos al mismo tiempo. ¿Acaso esa doble paradoja no se ajusta bastante al retrato de la vida misma?

Ángel Sáez García
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Ángel Sáez García

Ángel Sáez García (Tudela, 30 de marzo de 1962), comenzó a estudiar Medicina, pero terminó licenciándose en Filosofía y Letras (Filología Hispánica), por la Universidad de Zaragoza.

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