MÁS QUE FÁRRAGOS OBRAN QUINTAESENCIAS
Ignoro el porqué esta noche he soñado (con) la lección extraña o extraordinaria (entre otros motivos, porque se ha demorado la friolera de cuarenta y tantos años en el tiempo) que nos ha impartido (es un decir) uno de los profesores que tuvimos en el seminario de Navarrete (La Rioja), el real y tristemente finado padre camilo Pedro María Piérola García, una bellísima (me refiero a su inmarchitable actitud o comportamiento, a su intachable trato) persona, a quien, en más de una ocasión, he fundido y confundido con el apócrifo profesor de retórica y gimnasia que salió del magín de Antonio Machado, Juan de Mairena.
Intentaré ser en mi relato lo más fiel posible a todo lo que recuerdo de cuanto he vivido durante la mentada experiencia onírica. Acababa de sonar el timbre que daba inicio a la diaria hora de Lengua Castellana y Literatura. Nada más entrar en el aula, los alumnos nos hemos percatado de que Piérola, que estaba ya dentro de la clase, se hallaba a punto de terminar la palabra “décima”, con la que ha finado la frase inferior de las dos que había escrito en la pizarra. La que estaba en la parte superior decía: “Anteayer pensé escribir un ensayo y una octava real”. En la de abajo se leía: “Ayer os dije que escribiría una carta y una décima”.
Cuando, por fin, nos hemos sentado en nuestros respectivos pupitres y el silencio se ha adueñado del aula, Piérola, que permanecía de pie, ha tomado la palabra y nos ha dicho que leyéramos con atención lo que él había escrito en el encerado y que, a partir de las dos frases citadas, escribiéramos una tercera. Que en eso consistía el examen sorpresa que un día nos dijo que nos pondría. Y, como era un fan del aforismo 105 del “Oráculo manual y arte de prudencia” (1647) de Baltasar Gracián, que contiene su proverbial sentencia de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo. Más obran quintas esencias que fárragos”, que fuéramos escuetos; que intentáramos priorizar una de las ideas que nos hubieran surgido o sugerido las dos frases de marras o concentrar varias o incluso todas en veinte líneas. Disponíamos de cincuenta y cinco minutos para llevar a cabo el ejercicio.
Para mí estaba claro que, teniendo en cuenta los iniciadores “anteayer” y “ayer”, debía arrancar mi frase o párrafo con el adverbio “hoy” y una palabra (había decidido que fuera “tercera”) polisémica debía ocupar o coincidir con esa posición dentro de la frase, como así había advertido que ocurría con octava en el primer caso y décima en el segundo. Tras haber tomado la susodicha y doble decisión, sin más tardanza, he asido y empuñado el bolígrafo para culminar mi labor.
Hoy la tercera frase que se impone es, sin ninguna duda, la que sigue (he escrito). De poco (tan poco, que viene a quedar en nada, en nonada) sirve pensar qué hacer y decir qué se ha pensado hacer, si al final, por no haber incoado el hecho, ese pensamiento y ese dicho quedan en agua de borrajas o cerrajas. El hombre (sea hembra o varón) no es lo que piensa ni es lo que dice, es lo hace. Acaso venga como alianza al anular rememorar la parábola de los dos hijos (“Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’. Y él respondió: ‘No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ‘Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?”) que cabe leer en el capítulo 21 del Evangelio de Mateo. El hombre (ella o él) son sus frutos, sus obras. Y las obras (que no las sobras, aunque suene igual) de un hombre conforman su prosopografía. Esto lo vio con meridiana claridad el invidente Jorge Luis Borges, que, para coronar el Epílogo de “El hacedor” (1960), nos regaló a cuantos lo leemos y releemos esta joya o magnífico e imborrable colofón: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
Ángel Sáez García