A CUALQUIER HORA OCURREN LOS MILAGROS
ME AGRADA CUANTO ADUCES Y MÁS CÓMO
—A pesar de lo que la gente cree, ya sea, en sentido estricto, creyente, escéptica o atea, no hay un acontecimiento que sea más habitual u ordinario que un milagro. Ocurren a cualquier hora del día y, sin excepción, todas las jornadas del año.
—Abundo contigo en el parecer, Ángel; no hay un suceso “más habitual u ordinario”, y hoy me atrevo a agregar lo que sigue a estos dos puntos: ni más bello, ni más justo, ni más veraz.
—Coincido con tu criterio, Iris. Por cierto, ¿te he comentado alguna vez que mis padres contrajeron matrimonio en la Basílica de Nuestra Señora de los Milagros, en la villa soriana de Ágreda, ante la milagrera talla gótica de la Virgen?
—Ignoro si me lo has contado antes, pero no desconocía el dato; así que esto me lleva a decantarme por una de estas dos posibles opciones y/o conclusiones, o que me lo habías referido en alguna conversación y/u ocasión anterior, o que lo he leído en alguno de los muchos textos en prosa o verso que has escrito.
—Las dos hijas que tenemos (aunque el espermatozoide que fecundó el óvulo del que nació Marimar no me perteneciera, te consta lo que sabes o sabes lo que te consta, que la considero tan hija nuestra como Sofía) son, sin ir más lejos, dos evidentes milagros; y de una belleza, justicia y verdad irrefutables. ¿¡Qué esperas que diga de ellas su padre!?
—A mí me gusta lo que dices y cómo lo dices: parecida o similar lección le brinda Cipión a Berganza en “El coloquio de los perros”, inmarcesible novela ejemplar cervantina.
—Para mí, Amanda, tengo claro, cristalino, que que yo me fijara en ti (y quedara obnubilado por tus muchas prendas, y no me refiero a las que vestías, no) fue un hecho normal. Lo extraordinario o irregular fue que tú te fijaras en mí (puede que te llamara la atención el timbre o el tono de mi voz, de cura, sacerdote, y que cura, pues es susceptible, si no de curar del todo, sí de cuidar, como es notorio, como oro en paño). Si eso acaeció así (si lo hiciste, en verdad, permíteme que lo ponga en tela de juicio), estoy plenamente convencido de que fue porque Dios intercedió o intermedió en el asunto de marras y, además, porque Él, Trino, intuyó (¿en ese preciso momento?, no, desde siempre), no por ciencia infusa, sino porque Él es el único ente omnisciente que hay, que yo, entre burlas y veras, abrigaba la intención de chantajearlo, esto es, le iba a proponer que se aviniera a concertar o consensuar conmigo un acuerdo en el que brillara la tríada que tanto le alegra su eterna existencia y satisface, la belleza, la justicia y la verdad que, a veces, tiende (o, mejor, tiendo) a reducir a dos y aun a una, el milagro: volvería a creer a pies juntillas en Él a cambio y/o condición de que se comprometiera a allanarme el terreno y despejara del camino cualquier óbice que pudiera chafar mi propósito y me impidiera conseguir el desafío que confío alcanzar algún día y más gozo me procure, casarme contigo.
—Me agrada cuanto aduces y más cómo.
—Creo que firmamos un documento y que este estará registrado en el archivo del cielo; pero puede que, como otras veces me ha acontecido (y me ha dejado entontecido), puede que todo fuera un sueño y que yo lo viviera y hasta recordara como algo real.
—¡Benditos sean, Ángel, esos sueños!
—¡Loada seas tú entre las mujeres!
Ángel Sáez García