MALDITA RUTINA, HÁBITO BENDITO
SIN SECRETISMO, YO USO EL SINCRETISMO
Hay quien sostiene que la rutina mata, amén del amor, al genio, pues es el mayor enemigo de la creatividad. Y como esta es la conclusión a la que ha llegado, tras invertir muchas horas de reflexionado esfuerzo en escudriñar y valorar un montón de casos o ejemplos, y reducir estos a la mínima expresión, sus respectivas quintaesencias, y admirarse al comprobar que estas son coincidentes, se impone aceptar sin chistar, pues no abrigamos una objeción que oponer y, así, poder refutar su argumento, que tiene razón. Ahora bien, como no falta, asimismo, quien defiende que lo contrario también es verdad, y agrega otra surtida colección de casos que prueban y apoyan su tesis, ¿qué cabe hacer con esas dos ideas antagónicas, que se ha demostrado, a ciencia cierta, que son igualmente fetenes? Servidor, al menos, en este asunto preciso, lo tiene claro, cristalino, practicar con ambas el sincretismo sin secretismo, o sea, proceder a armonizarlas o conciliarlas, como Dios manda o el azar nos da a entender; a ser posible sin fusionarlas o liarlas, como si se tratara de hacer con ellas cigarrillos con tabaco de dos clases o tipos.
Y, echando mano, una vez más, de uno de mis latiguillos, como no hay en el convento mejor maestro que fray Ejemplo, pondré uno, clarificador, para que se entienda, en apenas un santiamén, la idea que en este tema pretendo dar por sentada o dejar asentada.
Ayer, mi amigo del alma y heterónimo Emilio González, “Metomentodo”, acudió a mi casa, sin haberme avisado antes. Le abrió la puerta mi hermana Teresa y, como suele hacer con él, esté yo o haya salido para realizar una pequeña gestión, la que sea, en un pispás, lo acompaña a mi despacho y allí él suele tomar asiento en “su” sillón de orejas.
Le había dicho a Tere que, si venía alguien preguntando por mí, lo llevara al salón y le comentara que no tardaría más de diez minutos. Había recibido por la mañana una llamada telefónica de Nabil, informándome de que el libro de Schiller que le había encargado la semana pasada ya lo había recibido. Así que, cuando di remate oportuno a lo que estaba haciendo o tenía entre manos, me acerqué hasta la librería-papelería “El Cole”, sita en la acera de los pares de la Avenida de Santa Ana tudelana, para darle las gracias por el trámite, pagárselo y llevármelo a casa.
Mientras esperaba en mi despacho, Emilio cató un olor extraño, como a algo podrido y/o avinagrado, y se lo comentó a Tere. Esta no le dio ninguna importancia. ¿Por qué?, me preguntó Metomentodo, cuando regresé de “El Cole”, tras saludarnos. Le saqué de dudas. Acércate, le dije; vino y abrí el cajón inferior izquierdo de mi escritorio, donde había colocado cuatro manzanas, encima de un plato de porcelana, en avanzado estado de putrefacción. Ese era el hedor que la pituitaria de Emilio husmeó. ¿Por qué?, insistió en interrogarme Metomentodo. La respuesta es muy fácil, le contesté. Porque ese olor le inspiraba a Friedrich Schiller y he querido probar unos días si ese beneficio sucedía también conmigo.
Le seguí hablando de quien, habiendo sido invitado por su amigo Christian Körner (que editó sus obras completas), en cuya finca escribió su “Oda a la Alegría”, que incluyó más tarde Beethoven en la parte coral de su “Novena Sinfonía” y última, en Re menor, Op. 125, que ha devenido, con el paso del tiempo, en el himno europeo, pero él, mientras yo peroraba, eso colegí luego, continuaba dándole vueltas a mi experimento de las manzanas podridas, poniendo en tela de juicio que ese nauseabundo olor (para él, Emilio, me refiero), aunque la anécdota la contara Goethe, pudiera inspirar, ciertamente, otrora a Schiller.
Antes de despedirnos y marcharse, Emilio me adujo: “Acaso ese hedor a muerto te sea beneficioso y sirva de acicate o aliciente, de numen, para escribir, pues la sugestión, se ha comprobado, hace maravillas; no voy a descartarlo, en principio, pues eso evidenciaría mi prejuicio; ahora bien, no olvides que aquí te has inspirado muchas veces, sin necesitar tan hediondo apoyo”.
Ángel Sáez García