A principios del siglo XIX, el decorado étnico estaba dispuesto para la representación de un drama de dimensiones épicas en lo que hoy es Sudáfrica.
Cuatro grupos radicalmente diferentes habían convergido o sido forzados a confluir en la franja oriental del cono sur de África.
Allí estaban los blancos más aislados del mundo, atrapados en su burbuja del siglo XVII y convencidos de sus derechos divinos sobre los paganos que los rodeaban.
Vivían como nómadas, errando de un lugar a otro cada vez que el pasto se agostaba. Eran simples hasta la exageración.
Basta repasar los nombres que pusieron a los accidentes del paisaje: Gran Fish River a un rio con peces, Broad River a uno ancho, Snow Mountains a montañas con nieve, River of Elephants a un rio donde abrevaban los elefantes…
Eran desesperadamente pobres, violentos y analfabetos.
Encontraban inspiración en los altisonantes pasajes del Viejo Testamento y su sistema jurídico giraba en torno a la Ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente.
Desde su voluntaria partida de las coquetas casas de Ciudad de El Cabo, habían extraído muchos dientes. Veían a los indígenas como peligrosas sanguijuelas.
Los bosquimanos eran hombres de la Edad de Piedra que no distinguían entre el ganado doméstico y los rumiantes salvajes, como no fuera porque las vacas eran mas lentas y confiadas que los antílopes.
Con sus flechas cazaban tanto unas como otros, to que a su vez hacia que los boers los cazaran a ellos como hienas.
También se hallaban allí los blancos más avanzados del mundo, que habían aportado consigo el espíritu de la era victoriana, su ambigua mezcla de superioridad racial y filantropía, de descarnada explotación y aparente humanismo.
El Imperio Británico entraba en su Siglo de Oro y sus hombres se movían convencidos de que teman derecho a regir los destinos del Universo.
Frente a trekboers y británicos, se alzaban las tribus negras ancladas en su cultura inmemorial, que asistían perplejas a las evoluciones de aquellos extranjeros de piel pálida que bloqueaban su avance.
Como los boers, los pueblos ngtini habían barrido a los débiles que se interponían en su camino. También ellos exterminaron sin piedad a bosquimanos y hotentotes.

Los xhosa.
No conocían la escritura y utilizaban escasos instrumentos. Ni siquiera empleaban la rueda.
Iban semidesnudos, adoraban a sus antecesores y culpaban de las enfermedades a supuestas brujas, a las que rutinariamente sometían a horribles suplicios.
En esos años, en la civilizada Europa también se enviaba a las brujas a la hoguera.
Junto a los blancos, como trabajadores serviles, íntegramente subyugados, estaban los hotentotes y los esclavos, desposeídos de sus tierras y de su herencia cultural.
Durante siglo y medio, los afrikáners y los negros bantúes, principales actores de este drama, habían vivido en extremos casi opuestos, observándose a distancia y manteniendo contactos solamente ocasionales.
Con el advenimiento de los británicos y el sellado de la frontera comenzó la era de la interacción.
En 1702, unos cazadores blancos procedentes de Stellenbosch ya habían dado muerte a un grupo de negros xhosas, pero no fue hasta 1778, con el Gran Fish River por medio, que ambas razas se encontraron de verdad frente a frente.
Tanto los boers como los xhosas eran ganaderos y eso los condenaba indefectiblemente a pelear. Arrebatar el rebaño de una tribu negra ladrona era más barato y sencillo que criar uno propio.
En ambos bandos moría la gente, pero las pilas de cadáveres de piel color de ébano siempre eran mucho más altas.
Los boers poseían mosquetes y caballos, lo que les permitía disparar y alejarse al galope cuando los guerreros cargaban con sus lanzas.
A finales del siglo XVIII, apenas medio millar de varones blancos en edad de combatir habitaban en la zona de la frontera y ante ellos se desperdigaban más de cien mil guerreros xhosa.
Esta desproporción numérica hacia inverosímil una victoria decisiva de los boers. Para colmo no recibían ayuda oficial alguna.
Todo lo que la Compañía Holandesa de las Indias Orientales ambicionaba en África eran las fértiles campiñas que se divisaban desde las atalayas del castillo de El Cabo.
Los gobernadores holandeses rara vez despacharon hacia el interior expediciones militares para ayudar a los atribulados granjeros.
Ni siquiera se atrevían a enviar regularmente a sus recaudadores de impuestos y la consecuencia fue que los voortrekkers se las arreglaron solos.
En 1793, expulsaron a los xhosa del Zuurveld. Dos años más tarde, la flota británica echó anclas en Simon Bay, capturó el castillo de El Cabo e izó su bandera sobre la colonia.

Los boers y sus familias combatiendo.
Los negros aprovecharon la turbamulta para cruzar el Gran Fish River y entrar a saco hasta Mossel Bay, casi 400 kilómetros al sur.
Más de la mitad de las granjas fronterizas fueron abandonadas o destruidas.
Durante la década siguiente, los boers recuperaron el terreno y empujaron la frontera de nuevo hasta el Gran Fish River.
En 1811, cinco años después de que el Imperio Británico se hubiera anexionado formalmente El Cabo y hubiera designado un magistrado con la misión de imponer la ley en la frontera, los xhosas volvieron a internarse en el Zuurveld.
En 1816 fue cuando Shaka, el joven y espigado comandante del regimiento izicewe, se convirtió en jefe del pequeño clan zulú y se rompieron las sogas de los cinco rebeldes condenados a muerte en Slagtersnek.
Cuando el Gobierno amagó con introducir un pequeño grado de control administrativo, hacia finales del siglo XVIII, los trekboers se sublevaron y declararon dos repúblicas independientes en los distritos de Swellendam y Graaff-Reinet. Esta rebeldía volvió a manifestarse cuando los británicos trazaron sus fronteras e impusieron sus leyes.
Como los hijos de Israel en el cautiverio egipcio, murmuraban contra los déspotas extranjeros que los afligían con tales cargas. Volvían a experimentar el trek gees: el espíritu del éxodo.
Cuando alguien se sentía a disgusto, florecía de inmediato la imperiosa necesidad de uncir sus bueyes al carro, alistar sus caballos y sirvientes, sus muebles y su familia, y marchar, caminando bajo el cielo azul en aquella tierra sin fin, hasta encontrar un lugar en el que nadie desafiara su independencia y autoridad.
Tras el macabro espectáculo de los cinco hombres ahorcados con la misma cuerda en Slagtersnek, empezó a germinar con fuerza el odio antibritánico en el corazón de los afrikáners. Ese odio, alimentado por una sarta de ultrajes, culmino veinte años más tarde con el éxodo masivo de los boers desde la colonia de El Cabo.
La gota que desencadenó la revuelta fue la abolición de la esclavitud.

Primer Gran Trek.
El Imperio Británico había ilegalizado la trata de negros en 1807. En 1934, decretó la manumisión de los 36.000 esclavos existentes en la colonia.
Durante cinco años estaban obligados a permanecer al servicio del amo, como «aprendices», pero una vez cumplido el plazo quedaban libres.
El Zuurveld estaba de nuevo asolado por las bandas xhosas y los boers estimaron que era demasiado. En secreto, enviaron hacia Natal y el Orange River patrullas de rastreadores para supervisar el terreno.
El primero en partir fue Louis Trichard, un ganadero cuya cabeza habían puesto a precio los ingleses por considerar que se dedicaba a alentar la guerra contra los xhosas.
En 1935 partió hacia el interior, acompañado de otras siete familias boers, de criados hotentotes, un cazador de marfil, 1.000 cabezas de ganado y 50 caballos. Su ejemplo no tardó en ser imitado por muchos otros.
Dejando atrás las casas y las fincas que habían cultivado desde hacia seis generaciones, 14.000 afrikáners, acompañados por sus sirvientes mestizos, cargaron sus pertenencias en los carros de bueyes y enfilaron hacia el norte para iniciar una nueva vida.
Iban armados con mosquetes, biblias y la firme convicción de que Dios los había elegido para explorar territorios desconocidos y crear una nación independiente en África.
Se hacían llamar a si mismos voortrekkers. En afrikáans, voor quiere decir «al frente».
Su motivación era sobre todo anticolonialista, pero la cuestión racial jugo un papel clave.
Piet Retief, un negociante que posteriormente se convertiría en jefe y mártir de los voortrekkers, publicó el 2 de febrero de 1837 un manifiesto de la revuelta en el Graharnstown Journal.
En e1 segundo epígrafe, Retief se quejó de las «severas pérdidas» ocasionadas por la emancipación forzosa de los esclavos y criticó a los misioneros ingleses que, «bajo la cobertura de la religión», infligían una «injustificable reprobación» a los afrikáners.
Uno de esos odiados misioneros fue Livinstone, el célebre explorador, quien visitó Sudáfrica por cuenta de la London Missionary Society.

Stanley y Livingstone.
En el manifiesto se deploraba igualmente «el sistema permanente de pillaje» que los granjeros sufrían por parte de los cafres.
Retief concluyó afirmando que no mantendrían a nadie en estado de esclavitud y recalcando su voluntad de defender «con todos los medios posibles» a su gente y propiedades.
Sobre el útimo punto, los afrikáners no dejaron resquicio a la duda: durante bastantes décadas no cesaron de luchar a brazo partido contra las tribus negras y los poderosos ingleses.
Desde el principio, los individualistas voortrekkers hicieron gala de su extraordinaria conflictividad.
Apenas abandonada la colonia de El Cabo, los grupos se separaron en numerosas facciones. Unos tomaron la ruta del norte hacia el Transvaal, para establecerse lo maás lejos posible de los británicos.
Otros ascendieron por la costa este, en dirección a Natal, para disponer de un puerto de mar y evitar así depender de los inicuos ingleses en cuanto a la importación de productos básicos como el café, el azúcar y la pólvora.
En su avance, los voortrekkers toparon con las tribus indígenas errantes y entraron en conflicto con ellas.
Los boers pretendían desembarazarse de los británicos y fueron a darse de bruces con los dos principales poderes militares negros de la época, los ndebele de la alta meseta y los zulúes de Natal.
En octubre de 1836, los guerreros ndebeles del jefe Mzilikazi se abatieron sobre los viajeros que se dirigían al norte, encabezados por Hendrik Potgieter.
El ataque tuvo lugar en un lugar llamado Vegkop —Battle Hill— en el Orange Free State.
Esta fue la primera ocasión en que los afrikáners dispusieron sus carros en un circulo defensivo, el famoso laager, que se convirtió en símbolo de su estrategia militar, así como de su mentalidad.
Aunque los ndebeles lograron robar miles de cabezas de ganado, los treekers sobrevivieron al ataque y no tardaron en expulsar a Mzilikazi de la región.
El episodio se repitió poco después en Natal. Tras atravesar las montañas del Drakensberg, Piet Retief, el líder mas sofisticado y de mayor edad, decidió negociar con los zulúes.
Para entonces Shaka ya había muerto y le había sucedido su hermanastro Dingane, menos inteligente y seguro de su que su predecesor.

Dingane y su corte.
El 3 de febrero de 1838, un escuadrón de 69 boers y un grupo de sirvientes hotentotes liderados por Retief, llegó al kraal de Dingane.
Su objetivo era tratar la transferencia de unas tierras, a lo que el jefe zulú pareció acceder de buen grado.
Al día siguiente, estampó su firma en el documento redactado por Retief e invitó a sus visitantes a celebrarlo.
Dos días después, en medio de un gran banquete, Retief se sintió inquieto ante el amenazador estruendo de unos tambores de guerra.
Habían depositado sus armas en el exterior del kraal y cuando quiso reaccionar era demasiado tarde.
Súbitamente, Dingane se incorporó grito con todas sus fuerzas: «¡Matad a los brujos!».
Los zulúes condujeron amarrados a los blancos hasta una colina contigua, donde los masacraron introduciéndoles estacas afiladas por el recto y reventándoles el cráneo a garrotazos.
Pocas horas después, Dingane despachó a sus guerreros hacia el campamento donde las familias boers esperaban el retorno del líder.
Los impis zulúes corrieron toda la noche y, al amanecer, cayeron aullando sobre los adormilados granjeros. Al final de la degollina, 41 hombres blancos, 56 mujeres, 185 niños y 250 mestizos quedaron muertos.
La oportunidad para la venganza surgió el mes de diciembre. Los voortrekkers supervivientes, reforzados por otros recién llegados de la colonia de El Cabo, formaron un poderoso comando encabezado por Andries Pretorius.
Se infiltraron hasta el corazón del territorio zulú, junto al Ncome River, donde el domingo 16 de diciembre de 1838, antes de la batalla, se reunieron para orar, cantar salmos y prometer a Dios que, de obtener la victoria, levantarían un templo y santificarían el aniversario como jornada festiva. Fue lo que se conoce como el Juramento de Covenant.
Los boers aguardaban en una solida posición defensiva, con su laager de carros apoyado en una de las márgenes del rio.
E1 ejército zulú, formado por 12.000 impis, atacó en la mañana del domingo.
Los impis avanzaban en oleadas y eran abatidos como moscas por los 530 tiradores blancos.

Paul Kruger.
En apenas dos horas, mas de 3.000 cadáveres zulúes yacían esparcidos en el campo.
Solo cuatro boers resultaron levemente heridos. Desde entonces, el rio Ncome se denomino Blood River —Rio de Sangre— y e1 16 de diciembre fue sacralizado como Día del Juramento.
Al final de las llanuras que hay detrás de Pretoria, dos centenares de kilómetros en dirección al norte, a la entrada de un camino de tierra, existe un cartel que dice: De Nyl Zyn Oog. Traducido al castellano significa «El Ojo del Nilo».
En el lugar hay una granja junto a un pequeño pantano, cuyas aguas van a parar al río Magalakwena, un modesto afluente del Limpopo, que forma la frontera norte de Sudáfrica con Zimbabue.
El Ojo del Nilo es el lugar más remoto que alcanzaron los grupos de pioneros afrikáners a mediados del siglo XIX.
Los que llegaron a Nyl Zyn Oog iban inspirados por un fundamentalista religioso llamado Johan Adam Enslin. Se autodenominaban Jerusalemgangers y se ciñeron a un «manual sagrado de viaje», en un fantástico intento por atravesar toda África hasta Jerusalén y la Tierra Prometida.
Cuando toparon con el Magalakwena, después de fuertes lluvias, y vieron la caudalosa corriente fluyendo hacia el norte, creyeron que era el Nilo.
Una avanzadilla avistó un montículo en forma de cono. Los nativos negros les dijeron que era e1 lugar de descanso de los espíritus y volvieron al campamento asegurando que las Pirámides de Egipto estaban tan solo a unas millas.
En realidad, los Jerusalemgangers habían llegado al cinturón de la mosca tsé-tsé. Con el ganado diezmado, era imposible proseguir viaje. Allí se instalaron y fundaron la ciudad de Nylstromm. El rio que la atraviesa todavía se llama Nilo.
Tras la batalla de Blood River, los vencedores localizaron el cadáver de Retief y encontraron en el bolsillo de su casaca el documento firmado por Dingane.
Considerándose dueños legales de la zona, fundaron allí la nueva República de Natalia.
Los ambiciosos ingleses no tardaron en darse cuenta de la importancia estratégica de la Bahía de Durban.
En 1842, cuando Natalia todavía no había cumplido cuatro años de existencia, el Imperio Británico despachó fuerzas a la zona y se anexionó la flamante república.
Los tozudos boers empaquetaron de nuevo sus enseres y remontaron el Drakensberg hasta llegar a la meseta donde crearon la Republica del Estado Libre de Orange.
Los persistentes ingleses siguieron su pista, se anexionaron el área y la bautizaron como la Soberanía del Rio Orange.
En 1852 y 1854, apremiados por problemas presupuestarios en la metrópoli, los ingleses aceptaron reconocer por fin la independencia de dos entidades independientes: la República de Transvaal y el Estado Libre de Orange.
Veinte años después del Gran Trek, en el cono sur africano existían dos repúblicas boers y dos colonias británicas: Natal y El Cabo.
A diferencia de lo que ocurrió en Australia o en el Oeste americano, los pioneros sudafricanos no eran buscadores de fortuna en pos de nuevas oportunidades. No los movía el impulso de la era industrial de conquistar la selva y extraer sus riquezas.
Eran fugitivos de esa era, no portadores de su espíritu.
Al escapar, lo que intentaban, ante todo, era huir del siglo XIX y redescubrir la simplicidad del XVII, como la habían conocido hasta la llegada de los británicos.
Aunque en los carros de bueyes que partieron de la colonia de El Cabo había tantos mestizos y antiguos esclavos como boers, éstos consideraron que los nuevos terrenos eran exclusivamente suyos.
Solo los blancos eran considerados como ciudadanos de las nuevas repúblicas que establecieron. El resto era un apéndice esencial pero invisible.
Las repúblicas afrikáners adoptaron así un peculiar sentido de la igualdad.
Como los blancos poseían toda la tierra y los negros o mestizos hacían todo el trabajo manual, ningún blanco tenía que trabajar para otro blanco.
Eran pobres, pero se sentían iguales en su aristocracia racial. Eran individualistas acérrimos y por tanto nadie se atrevía a interferir en los asuntos de otro.
Como era el peso agobiante de la Administración estatal de lo que habían escapado en El Cabo, todos estuvieron de acuerdo en establecer el mínimo de estructura gubernamental posible en sus nuevas repúblicas.
No podía hacerse nada sin el consentimiento general. El sistema era altamente democrático, pero de la misma manera que la democracia ateniense excluía a los esclavos, la bóer omitió a la gente de color.
En aquellas primeras repúblicas africanas, los africanos eran unos extraños.

Boers afrikaners..
El área de contacto con los negros se había ampliado espectacularmente, pero eso no significo una mayor simpatía o mejor entendimiento.
Los boers se asomaron de verdad al interior del África negra en uno de sus peores momentos, cuando la espiral de violencia desatada por el militarismo de Shaka todavía hacia estragos, lo que reforzó sus prejuicios sobre el salvajismo de los nativos y su beligerancia.
Para los negros, fue el comienzo de una larga subyugación. Hasta entonces se habían enfrentado a los blancos como a iguales, casi siempre como a enemigos, pero cada uno con su territorio y su cultura.
Ahora habían perdido casi todo su territorio y se veían obligados a ponerse al servicio de sus rivales.
Tras la derrota de los ndebele y de los zulúes, solo los arrogantes xhosas permanecían relativamente incólumes al otro lado de la agitada frontera oriental, en el territorio que hoy corresponde a Ciskei y Transkei.
Los cafres libraron incontables guerras fronterizas y fueron derrotados en todas por los fusiles de repetición victorianos.
Las tribus negras, que ya se habían fajado con un tipo de intruso blanco expansionista, de carácter agresivo, pero con capacidad destructiva limitada, se encontraron de repente con otro, que hablaba dulcemente de valores cristianos e ideales humanitarios, pero practicaba la guerra total y la expoliación generalizada.
Fueron los británicos los que pulverizaron el poder negro, desmantelando las tribus, anexionando sus territorios y erosionando sus instituciones con la cristianización, la educación y finalmente con la industrialización y la urbanización.
Frustrados por su incapacidad para mantener a distancia a los blancos, los xhosas cayeron en la desesperación y reclamaron consejo a sus ancianos.
Una joven llamada Nongqawuse, sobrina de un prestigioso curandero, tuvo una apocalíptica visión un día que se encontraba cerca del río.
Retornó al poblado jurando que los ancestros habían pedido que mataran todo su ganado y quemaran sus semillas.
Más tarde, el sol se levantaría un día por el este, llegaría al cenit y se pondría de nuevo por el este.
Esta sería la señal: las tumbas se abrirían y de ellas saldrían radiantes los guerreros muertos, el ganado se hacinaría reluciente en los establos, aparecerían caravanas repletas de armas y munición y soplaría un gran viento para ayudar a los xhosas a empujar a los blancos hasta el mar.
Le hicieron caso y el resultado fue un desastre de proporciones bíblicas.
Decenas de miles de xhosas murieron de hambre. Los que sobrevivieron quemaron sus tierras y tuvieron que acudir a las granjas de los blancos a suplicar de rodillas trabajo y alimentos.
Todavía en enero de 1879, en un lugar denominado Isandhlwana, que en zulú quiere decir «la colina que se parece a un estomago de buey», los impis infligieron a los británicos una de las derrotas mas humillantes de su historia militar, pero el 4 de julio de ese mismo año, en Ulundi, frente al kraal real de Cetshwayo, 36 cañones automáticos permitieron a los ingleses aplastar a 20.000 impis y poner fin a la ultima resistencia.
El efecto perturbador sobre las tribus negras fue enorme. Sus instituciones se colapsaron, dado que la tierra era el elemento sobre el que se asentaba toda la vida social.
Los jefes perdieron autoridad, opacados por los magistrados blancos. Se difuminaron hasta las creencias religiosas tradicionales.
La fuerza que había impulsado a los boers hacia adelante era la necesidad de espacio y el derecho de cada uno de los vástagos de sus enormes familias a ser soberano de su propia tierra.
Lo que movía a los colonos británicos era la búsqueda de beneficios. Mientras los boers funcionaban en un régimen de subsistencia, produciendo lo que necesitaban y comerciando con los excedentes para obtener lo que no podían fabricar, los ingleses consideraban la tierra una «inversión», mas que un recurso natural para satisfacer sus necesidades.
Fueron ellos los creadores de la moderna Sudáfrica y de buena parte de sus defectos.
Mientras los afrikáners dejaron Europa atrás, los británicos la llevaron consigo. Conquistaron e1 país económicamente mientras los afrikáners solo lo habían penetrado físicamente.
Gran Bretaña estaba en plena transición entre el viejo mundo y la era moderna.
Era una sociedad devota pero avariciosa, abstemia pero materialista, liberal, pero moralista, humanitaria pero interesada, democrática pero autoritaria, que abolía la esclavitud, pero enviaba su flota alrededor del mundo para someter a pueblos enteros con las ataduras del colonialismo.
Estas contradicciones afectaban también a los súbditos de Su Majestad llegados al África Austral, que adoptaron un insoportable aire de superioridad, convencidos de que todo lo hacían por el bien inestimable de los desfavorecidos a los que dominaban.
Cuando ocurrió el Gran Trek, los británicos no pusieron impedimento alguno.
Estaban encantados de deshacerse de los revoltosos boers, pero en cuanto se dieron cuenta de que la región en la que se habían internado era mucho mas rica de lo que habían imaginado, no tardaron en utilizar las sinuosas estratagemas por las que eran célebres para incorporarla a sus dominios.
Fue el descubrimiento de diamantes en los meandros del rio Vaal, al oeste de Kimberley, en 1866, lo que inflamo la codicia británica.
El filón estaba en pleno Estado Libre de Orange, pero Londres designó una comisión con el encargo de dirimir el asunto.
La comisión, bajo los auspicios del gobernador de Natal, concedió la titularidad de la tierra a un jefe mestizo de origen hotentote llamado Nicholaas Waterboer, quien a renglón seguido solicito y obtuvo la ciudadanía británica.
Fue así como los yacimientos de diamantes se integraron a la colonia de El Cabo y a la Corona Británica.
El turno de Transvaal llego en abril de 1877. Hasta entonces la república era un somnoliento paraje, fraccionado por un maremágnum de rencillas, donde nadie pagaba impuestos y no funcionaba autoridad alguna.
La anexión británica produjo un efecto galvanizador. A la aparición del contingente de policías británicos, la falta de cohesión interna se evaporó y los boers se apiñaron como nunca lo habían hecho.
Al principio, se limitaron a una resistencia pasiva, negándose a cooperar con los invasores. Después, bajo la batuta de un cazador legendario de origen prusiano llamado Paul Kruger, votaron en masa en favor de la guerra. La lucha fue tan memorable como el súbito despertar del espíritu nacional.
Los sorprendidos británicos, al ver que sus guarniciones rurales eran asaltadas una tras otra, optaron por replegarse a Natal.
Durante la maniobra y para dejar alto el pabellón, el general sir Pommeroy Colley decidió dar un escarmiento a los «palurdos».
El 27 de febrero de 1881, confiado en su absoluta superioridad bélica, hizo atrincherarse a 700 «casacas rojas» en la cima de una cumbre rocosa llamada Majuba Hill, desde la que se dominaba perfectamente el panorama.
Cuando 78 boers comenzaron a escalar las empinadas laderas, los británicos descubrieron con estupor que, cada vez que se asomaban a otear, los francotiradores enemigos les volaban la cabeza con letal eficacia.
Muchos boers eran muchachos imberbes o viejos granjeros reumáticos. No teman organización, pero vivían con fusiles desde la infancia y eran capaces de apagar una cerilla de un balazo a 50 metros de distancia.
El balance final fueron 86 «casacas rojas» muertos, incluido el aturdido general Colley, 134 heridos y 59 prisioneros.
Los boers perdieron un hombre y sufrieron cinco heridos.
Una vez más, el Dios de sus padres había intervenido para darles una victoria contra todo pronostico.
El comandante de los granjeros escribió en su diario: «La mano del Señor se ha hecho perceptible en la historia de nuestra nación, como no lo hacia desde los tiempos de Israel.»
Antes de un mes, bajo la impresión de la debacle, el Imperio Británico opto por devolver Transvaal a los boers.
En el acuerdo, diseñado para salvar la cara, se estableció la «soberanía nominal» de Londres sobre el territorio.
Kruger fue elegido presidente en 1883. Había nacido el nacionalismo afrikáner, pero tanto en Transvaal como en el Estado Libre de Orange tenia todavía un contenido comarcal, incipiente, casi parroquiano.
Fueron casualmente los afrikáners de El Cabo, los más cultos y refinados, los que elaboraron los documentos que articularían a toda la nación.
Despechados por la anglicanización forzosa en las escuelas e irritados por la importación de calvinistas escoceses para ser empleados como ministros de la Iglesia Holandesa Reformada, los miembros de la élite afrikáner de la colonia promovieron una «contraofensiva cultural».
Una serie de personajes de cierta relevancia, entre los que destacaba el reverendo S. J. du Toit, fundaron la Sociedad de los Verdaderos Afrikáners.
Su periódico, Die Patriot y un libro titulado Historia de nuestro país y el lenguaje de nuestro pueblo sirvieron para hacer cristalizar, como por arte de magia, la solidaridad étnica y los rencores colectivos de los afrikáners.
El objetivo del libro, según Du Toit y los Verdaderos Afrikáners, era familiarizar a los niños desde su mas tierna infancia con los sufrimientos de sus antepasados.
En la obra se rastreaba la historia de los afrikáners remontándose hasta Van Riebeeck, subrayando que holandeses, hugonotes y alemanes eran miembros de la misma nación y detallando la lista de injusticias sufridas a manos de los británicos, desde que éstos ahorcaron a los cinco de Slagtersnek.
La trascendencia del libro, difundido también en forma de serial en las páginas de Die Patriot, fue desmedida.
Sirvió de catalizador para soldar la embrionaria autoconciencia de las republicas del norte con la identidad bóer de la colonia de El Cabo, en una gran hermandad afrikáner cuyos integrantes se consideraron a partir de entonces miembros de una sola nación, históricamente maltratada pero que tenia a Dios de su lado.
ALFONSO ROJO
- Shaka: el Napoleón Negro
Los expulsados del Edén