EN LA IGLESIA DE SANTIAGO EL REAL DESTACA UNA IMAGEN DE SANTIAGO MATAMOROS, DE LA ESCUELA FLAMENCA DEL SIGLO XVII

El Juego de la Oca en el Camino de Santiago en Logroño

El Juego de la Oca en el Camino de Santiago en Logroño

La calle Mayor y la Rúa Vieja, con el antiguo Hospital Rocamor y otras callejuelas estrechas empedradas, daban el aspecto de decorado para rodar los exteriores de una película de la Edad Media. No era difícil imaginar a los soldados a caballo, con sus cotas de malla, sus espadas y escudos refulgentes. El aire rancio y los peregrinos con sus mochilas cargadas con los cachivaches indispensables para la supervivencia nos hacían sentir el antes y el ahora, como si fuese un sueño donde el tiempo no cuenta.

Estuve paseando sola hasta media mañana, compartiendo con los viajeros de diferentes nacionalidades que llevaban menos prisa. La torre octogonal del siglo XIII de la iglesia de Santa María de Palacio, conocida como la aguja, atrajo mi atención. Resulta imponente verla sobresalir estirándose hacia las nubes, sobre los tejados de teja roja. Anteriormente fue palacio real hasta que Alfonso VII lo donó a los canónigos del Santo Sepulcro. Cuando llegué estaba empezando una misa. Entré, me arrodille y miré hacia arriba en un intento de comunicarme con el cielo. Me sentía bien en silencio, completamente abstraída atendiendo solo a mi conciencia. El fin de la peregrinación es, en definitiva, construir una vía de acceso al laberinto interior donde el ebanista pule cada recoveco del alma y retira las virutas de las pasiones que nos aprisionan y nos impiden crecer espiritualmente. Estuve un buen rato contemplando el retablo mayor de Arnao de Bruselas, del siglo XVI, y una imagen románica de la Virgen de la Antigua, en piedra policromada. A la salida me detuve en el claustro.

También es de gran belleza y valor patrimonial y artístico la iglesia de San Bartolomé, de reducidas dimensiones, en la que destaca su portada tardorrománica, el ábside románico y una torre del siglo XI.

Mientras otros peregrinos pasaban de largo o se entretenían en otros menesteres, nosotros continuábamos con la ruta de las iglesias. En la de Santiago el Real destaca una imagen de Santiago Matamoros, de la escuela flamenca del siglo XVII, y en el interior, presidiendo el altar, una talla gótica del Apóstol, ataviado con indumentaria y emblemas jacobeos.

La fuente de los peregrinos, decorada con símbolos santiaguistas, es otro lugar de parada donde los viajeros, igual que antaño, aprovechan para refrescarse y hacerse fotografías para inmortalizar el momento.

Nos dio pena visitar la plaza vacía de dados, y las baldosas lavadas. Ni rastro de Eunate, el laberinto, los puentes y las ocas blancas. Hace unos años aquello era un original elemento jacobeo que alguna mano fanática hizo desaparecer. Era un mosaico de gran tamaño que ocupaba toda la plaza y representaba el juego de la oca. Había sido idea del sacerdote riojano, Rafael Ojea, protagonista de una historia interesante de cura obrero, rebelde, denunciador de los poderosos y cumplidor del Evangelio, de palabra y obra. Él tuvo la visión cósmica de la Ruta Jacobea representada en este juego iniciático cuyo mensaje es nuestro peregrinar por la vida, con nuestras penas y alegrías, simbolizadas en la posada, la cárcel, el pozo, los puentes, la muerte, las ocas y el gran jardín de la gran oca blanca, símbolo de la gloria, que nos acoge al final del juego; cuando se llegue; sin prisa, pero sin pausa; sin ganadores, porque todos llegan al fin, y eso es lo importante.

—¡Qué pena que lo hayan eliminado! —señaló Virginia.

—Sí. Lo llamativo es que la construcción hubiera sido idea de un cura —dijo Teresa—. Para la Iglesia todo lo que no se ajuste a sus patrones es blasfemo. Seguro que lo han quitado por eso.

—Yo no creo nada de eso —dijo María—. No tiene ningún sentido.

—¿El qué? —pregunté.

—Que el juego de la oca tenga algo que ver con el Camino de Santiago.

—Todos los juegos tienen su simbolismo —dije—, y están pensados para ayudar al ser humano en su desarrollo. El parchís, según los estudiosos, es un juego iniciático también. Y muchos de los juegos infantiles están basados en la superación de pruebas hasta llegar al fin. En la rayuela, por ejemplo, hay que ir a la pata coja con un cascajo, sin pisar la raya ni con el pie ni con la piedra, hasta el final, el último cuadro llamado cielo o gloria. Pero para llegar hay que respetar las normas. El juego tiene una gran carga moral. Es un ejemplo del trayecto vital. Y el juego de la oca es el tablero iniciático por excelencia. Existe toda una tradición que habla de ello.

—¡Qué interesante! —dijo Teresa pensativa—. Sin embargo, los juegos de ahora no conservan ese simbolismo. Te lo digo porque hablo mucho con mis alumnos, y los pobres no tienen ni idea.

—Y tampoco los cuentos o la literatura juvenil —dijo Virginia que tenía mucha experiencia en el trato con los jóvenes—. Es más, hay unos comités que deciden qué lectura debemos recomendar a los adolescentes… y, prácticamente, no nos podemos salir de ahí. ¡Aunque sepamos que muchos libros de los que recomendamos son pésimos!

—Lo sé —dije—. Los adolescentes están deformados por los antivalores del laicismo radical.

—Parece que hay un interés en que vean el mundo al revés —volvió a decir Teresa.

—Pero, por fortuna, no todos los jóvenes son así —dijo Virginia—. Los hay con grandes valores, y ahí se ve claramente la labor de los padres. Los docentes tenemos una gran lucha con eso. Si los padres no colaboran, es poco lo que podemos hacer. A muchos solo les preocupa que sus hijos aprueben, aunque no sepan nada.

—¿Y en qué quedó lo del libro de la chica? ¿Se lo publicaron?

—No. Carecía de valor literario. Publicarlo habría sido un fraude. Creo que la madre se lo imprimió por su cuenta para que la chica se luciese ante la familia el día de su cumpleaños.

—Vaya, para fardar. Para presumir de que tiene en casa una escritora.

—¡Si fuéramos a hablar de fraudes en el mundo de la literatura! —comentó Enrique—, no acabaríamos. Muchos autores no escribieron sus obras. Sin ir más allá, Alejandro Dumas no es el autor de Los tres mosqueteros. Lo escribió su “negro” Auguste Maquet que, a su vez, tenía un negro.

—¿Y hoy existe eso? —preguntó Virginia.

—Hoy más que nunca —dije—, porque el libro se ha convertido en una industria. Hoy no son los escritores quienes marcan la pauta. Son los editores, al servicio del sistema, quienes deciden qué hay que vender. Hoy se encargan libros que luego firman las y los famosos de turno, aunque no sepan casi leer.

—¿Sabes de casos concretos? —preguntó Teresa.

—Sí —contesté—. Sé de unos cuantos. Si quieres, luego te digo.

—Sergio, tú no tendrás negro, ¿no? —preguntó Marta en tono jocoso.

—Pues no —dijo siguiendo la broma—, pero quién sabe si algún día… De momento, disfruto más con la etapa de escribir un libro que con la de venderlo. Pero quién sabe si algún día…

(De mi novela El Códice de Clara Rosemberg, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2016).

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Autor

Magdalena del Amo

Periodista, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.

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