¿QUE CUÁL ES EL ORIGEN DE MIS TEXTOS?
Desde que funjo de asiduo letraherido, desde que el grueso de mis quehaceres intelectuales ha quedado recogido en letras de molde y, por ende, publicado en mi bitácora de Periodista Digital, el blog de Otramotro, he comprobado en repetidas ocasiones, de manera fehaciente, que el origen de muchas de mis urdiduras y “urdiblandas” ha estado relacionado o tenido que ver con el significado de un vocablo español, en concreto, concomitancia, o sea, con la constatación de una relación de clara afinidad o correspondencia, de evidente paralelismo, entre dos actitudes o dos hechos (o más), que ha propiciado, insisto, en mi caso específico, que me haya procurado bolígrafo y papel y haya procedido a dar cuenta y curso de otra de mis creaciones literarias; con la particularidad o peculiaridad de que la abundancia en un caso puede ser su contrario u opuesto, carencia o escasez, en otro, o viceversa.
Y, como en el convento, a pesar de su provecta edad, sigue sin haber maestro que aventaje o supere en dotes didácticas a fray Ejemplo, pondré uno, a continuación, que sea, amén de aleccionador, clarificador.
En la película “El juez” (2014), dirigida por David Dobkin y protagonizada por Robert Downey Jr. (que interpreta el papel de Henry, “Hank”, Palmer), Robert Duvall (Joseph Palmer, el juez del filme), Vera Farmiga (Samantha, “Sam”, Powell, exnovia de Hank), Vincent D’Onofrio (Glenn Palmer), Jeremy Strong (Dale Palmer) y Billy Bob Thornton (el fiscal Dwight Dickham), Hank, el hijo mediano del titular del juzgado de Carlinville, Indiana, que ha acudido a su ciudad natal para asistir al funeral de su madre, esposa del juez, le dice en un aparte a su hermano mayor, Glenn, que controle al progenitor de ambos, por si ha vuelto a pimplar, porque él, tras ir al tanatorio, a tributar una muestra de cariño y respeto a quien lo llevó en el vientre durante nueve meses, ha presenciado de incógnito cómo impartía justicia en uno de los juicios de esa misma mañana su padre y ha comprobado que había olvidado el nombre del alguacil, “Gus”, Agustín.
Ese nombre de pila, Agustín, me ha hecho recordar lo que aún no había echado en saco roto, que era la gracia de dos compañeros que he tenido; uno, de estudios, en Navarrete (La Rioja) y Zaragoza (capital), mientras ambos estuvimos bajo la égida o protección de los religiosos camilos (y a quien, por cierto, hace tres décadas o más, vi y saludé en la playa de Laredo, Santander, en compañía de su esposa); y otro, de trabajo (del que todavía me duele la puñalada que me dio con alevosía, por la espalda; confío, deseo y espero que, tras haber confesado y urdido el hecho, dicho dolor empiece a atenuarse, a mitigarse, a remitir, como eso mismo me ha acaecido con otros casos, corroborando la certeza que acarrea ese adagio sueco que dice así: una alegría compartida es una alegría doble; una pena compartida, la mitad de una pena); y la del profesor de lengua y literatura española que tuve en el seminario metropolitano zaragozano, mientras estudiaba Segundo curso del Bachillerato Unificado Polivalente (BUP). Al día siguiente de volver a clase, tras haber estado ingresado este menda tres meses en el tudelano hospital “Nuestra Señora de Gracia”, me hizo un encargo especial, la tarea de aprenderme de memoria el “Soneto a Cristo crucificado”, de autor desconocido, para recitarlo al día siguiente ante la clase y demostrar (tanto confiaba en mí y en mi memoria) que tal cosa se podía hacer si uno ponía empeño (y, en verdad, lo logré). Me puso en diez (10) en esa evaluación. No he olvidado sus catorce endecasílabos versos.
Junto a otros versos de otros autores conocidos, eché mano de los cuatro versos iniciales del primero de los cuartetos del citado soneto (de autor anónimo, insisto, aunque luego no han faltado quienes han adjudicado la autoría del mismo, sin aducir un solo argumento o razón de peso al respecto, por supuesto, verbigracia, al santo misionero navarro Francisco Javier) para salir airoso de un brete, la encerrona de un concurso-oposición que tuvo lugar en la capital maña, pues elegí, de los tres temas sacados a sorteo, el de la métrica española para exponerlo delante de los cinco miembros que componían aquel tribunal, y escribí en la pizarra los mencionados cuatro: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte”, a fin de distinguir los cuatro tipos de endecasílabos: enfáticos, heroicos, melódicos y sáficos. Solo pude mostrar los dos primeros. Para los dos últimos casos tuve que usar los versos dos (“que acongojas el cielo con tu lanza” y catorce (“mudo ciprés en el fervor de Silos”) del soneto que Gerardo Diego escribió al ciprés de Silos.
Nota bene
Olvidábaseme de decir (así lo hubiera escrito Cervantes) que Agustín (guardo sus apellidos reales, que tampoco he olvidado, en el anonimato del tintero, porque no he podido pedirle permiso y, por tanto, carezco de su aquiescencia o consentimiento para usarlos) me contestó, cuando lo vi y saludé en Laredo, lo mismo que solía responderme, cuando en Zaragoza le preguntaba cómo estaba: a gustín. No lo hacía porque estuviera un poco sordo, no, sino porque era un juego pactado entre ambos, al que los dos nos habíamos aficionado. Él se desquitaba comentando una paronomasia, esta: ¡Qué soez eres, Sáez! Y es que a él le gustaba interpretar el papel de augusto y a mí el de clown, como si la vida fuera un circo. ¿O era al séver, revés, al revés?
Ángel Sáez García