LA VIDA ES UNA IMPAR CONTRADICCIÓN
La vida es una impar contradicción (eso es lo que cabe leer escrito, en letra menuda, en la cara de la moneda que obra y se halla ahora, en este momento concreto, sobre la palma abierta de mi mano izquierda) o la rara suma de muchas de ellas (leo, ayudado de una lupa, en la cruz de la misma).
Como había dejado el apunte preciso en el almanaque o calendario, el viernes 16 de junio de 2023 felicité a Gema, la esposa viuda de mi difunto primo José Félix, porque ese día cumplía años. Tras aducir y cruzar las palabras acostumbradas, de rigor, pasamos a otros asuntos mundanos y salió a relucir la conclusión que aparece en el rótulo de esta pieza literaria, que la vida es una pura contradicción, aserto que no conviene ni procede refutar por la sencilla razón de peso de que resulta, a todas luces, inobjetable.
Fue esa, y no otra consideración, la que me llevó a recordar la inscripción que cabe leer sobre la lápida vertical, apoyada contra el muro sur de la iglesia de San Miguel, en Raroña (Raron, en alemán, Rarogne, en francés; cantón de Valais, Suiza), donde el poeta austríaco Rainer Maria Rilke había elegido y dispuesto de antemano que quería ser enterrado y las palabras que debía contener su epitafio, que reza así: “Rose, oh reiner Widerspruch, Lust, niemandes Schlaf zu sein unter soviel Lidern”, que uno recuerda cómo osó traducir, de esta guisa, otro: “Rosa, oh pura contradicción, voluptuosidad de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”. Nunca he sabido, a ciencia cierta, si esa Rosa, que arranca o inicia lo que mandó inscribir Rilke en dicha laude, es el nombre de una fémina, amada por el vate, o la simple referencia a un ejemplar de dicha flor, que, si no hubiera brotado entre espinas (una de las cuales, por cierto, se le clavó en un dedo y le infectó todo el brazo, verbigracia), acaso no sería tan apreciada como fue, sigue siendo y, predigo (sin ser augur), será.
El año 1991 bajé a Zaragoza y me matriculé en el Instituto de Ciencias de la Educación con un objetivo claro, obtener el Certificado de Aptitud Pedagógica, CAP, requisito imprescindible, necesario, para poder participar en los diferentes concursos-oposición estatales de profesor de Secundaria. Cuando yo acabé la carrera, podía presentarme y aspirar a una de las plazas convocadas en las oposiciones de profesor de Lengua Castellana y Literatura de Formación Profesional (FP) sin tenerlo. Luego unificaron las oposiciones y lo exigieron.
En la capital maña, ese curso 91-92, compartí piso con dos jóvenes tunecinos, Mohamed y Kamel, con quienes estoy en deuda, pues les debo a ambos las pocas nociones de árabe que sé. Por alguna caja debe andar arrumbada, perdida (silenciosa y cubierta de polvo, como el arpa becqueriana de su “Rima VII”), la libreta que guarda el testimonio de las lecciones que me enseñaron y aprendí.
Al inicio de dicho curso, conocí a una joven universitaria, futura veterinaria, que cumplía años, precisamente, ese mismo día, el 16 de junio, “Bloomsday”. Acaso no resulte estomagante, vomitivo, hacer aquí ahora, un breve epítome del “Ulises”, de James Joyce. Es la crónica de un día, el 16 de junio de 1904, en Dublín. Se narra en ella el vagar ocioso de dos personajes, Leopold Bloom, agente de publicidad, el Ulises “odiseico” (¿no resulta extraño que dicho adjetivo no tenga aún oportuna entrada en el Diccionario de la lengua española?), y Stephen Dedalus, joven literato, el Telémaco homérico; ambos son trasuntos o alter ego del propio autor, Joyce, en momentos distintos de su existencia, en su madurez y en su mocedad. Tras encontrarse, al atardecer, juntan sus itinerarios y, emulan la “Odisea”, de manera hilarante, caricaturesca, paródica. Por evidentes analogías o razonamientos, vi reflejada en la casquivana y promiscua Molly Bloom (que está en las antípodas de la casta, firme y segura Penélope, de Homero) a la susodicha estudiante de Veterinaria.
Servidor podría escribir un opúsculo y hasta un ensayo sobre las numerosas contradicciones que ha ido agavillando o coleccionando a lo largo de su vida. Me sigue y persigue, como si fuera mi propia sombra, una mala y aun pésima ídem, la certeza de que tiendo a enamorarme de las féminas que no me convienen y, al contrario, las que se enamoran de mí, una de dos, o paso olímpicamente de ellas, o, si insisten, para que desistan y no pierdan conmigo más el tiempo, las desprecio. Las que me gustan parecen reírse de mí y a las que yo caigo estupendamente les hago ver que me importan un bledo. ¿Esto tiene que ver con la ley del karma? Me respondo con el título, amén de estribillo, de cierta canción popular escrita en 1947 por el compositor cubano Osvaldo Farrés: “Quizás, quizás, quizás”.
Eso o tres cuartas partes de lo mismo es lo que me pasó, grosso modo, a grandes rasgos, con la que he decidido no mencionar su nombre de pila; y mi padre, que solo la vio una vez, dio de lleno en el blanco o centro de la diana al llamar “la Prejanera”, aunque me consta que la tal no nació en la localidad riojana de Préjano.
Ángel Sáez García