La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: La Edad de Oro (XX)

Los veteranos que llevan años viendo muertos y espanto, suelen detestar profundamente la violencia

REPORTERO DE GUERRA: La Edad de Oro (XX)

En un mundo de información escasa, como era el de Russell, Clemenceau, Smalley e incluso el de Leguineche, Meneses, Quadra Salcedo o el que enfrentamos en nuestros inicios, veinte años más tarde, Pérez Reverte, Julio Fuentes, Gervasio Sánchez o yo, el reportero aportaba valor por tres razones:

  • Tenía acceso privilegiado a las fuentes de la información
  • Contaba los hechos con talento literario o por lo menos con interés
  • Controlaba, él o a través de su periódico, la distribución de las noticias

Ya no. Para empezar, vivimos en un planeta inundado de información, en el que las fuentes -partidos políticos, empresas, personalidades, científicos, guerreros, terroristas, narcotraficantes y hasta famosillos- han descubierto que pueden llegar directamente al público sin necesidad de utilizar como intermediario al periodista.

Con la ayuda de una tecnología, cada día más barata y sencilla de manejar, cualquiera, con dos dedos de frente y un mínimo sentido gramatical, puede recabar información, jerarquizarla y transmitirla de forma efectiva a grandes masas de público, sin necesidad de tener detrás una empresa periodística.

Ahora, un listo con un ordenador y una conexión a Internet, puede poner patas arriba a un presidente, como le hizo el impulsor del Drudge Report a Bill Clinton a cuenta de la becaria Lewinsky o agitar la opinión pública con las imágenes de una ejecución atroz, como hacen cotidianamente los facinerosos del Ejército Islámico.

El Gran Terremoto de Haití de 2010 comenzó el martes 12 de enero de 2010 a las 16:53:09 hora local (21:53:09 UTC) y a las 17:00, cuando en Europa las cadenas de televisión y los periódicos comenzaban a barruntar la magnitud del desastre, que se llevó por delante 200.000 seres humanos, ya había vídeos del temblor y de sus víctimas en Youtube.

Los habían subido con sus teléfonos móviles de tarjeta prepago chavales analfabetos del miserable, maloliente y siempre famélico barrio de Le Salines.

Cuando arribaron los primeros reporteros extranjeros a Puerto Príncipe y empezaron a mandar crónicas los equipos de televisión, la red estaba inundada de testimonios.

No es lo mismo ese trabajo de aficionados sin criterio que el de los profesionales, pero es un factor -el de Internet y las nuevas tecnologías- que ha alterado para siempre las reglas de juego.

EL EQUIPO BÁSICO Y EL CICLO

Ahora, a mitad de la segunda década del Siglo XXI, un enviado especial no puede desplazarse a una zona caliente sin ordenador personal, teléfono móvil, tarjeta de crédito y cámara digital, además de los aperos personales y esas cosas.

Los pioneros como Russell, Clemenceau o Smalley cargaban, además de mucha ropa, ungüentos varios y frascos de medicinas, recado de escribir, monedas de oro para pagar el telégrafo o los transportes y poco más.

Fentón, el pionero de la fotografía de guerra, se fue a Crimea cargado de trípodes, botes de líquidos y planchas. Poco más.

Cuando yo empecé en esto, en la segunda mitad de los ’70’, todavía no existía el ordenador personal, el pago con tarjeta de crédito era una frivolidad y del teléfono móvil, como lo conocemos ahora, no teníamos ni noticia.

El equipo básico del reportero de guerra de entonces solía incluir una diminuta Sony ICF-SW 1 -capaz de captar los programas en onda corta de la BBC desde cualquier rincón del globo-, muchos cables, variedad de enchufes, un destornillador para destripar teléfonos, «cocodrilos» metálicos para conectarse a una línea, una pequeña linterna Maglite, un buen cargamento de pilas, un cinturón con cremallera interior para esconder los dólares, un saco de dormir ligero y una navaja Victorinox, de esas que fabrican los militares suizos y llevan desde sacacorchos hasta lima de uñas.

Los que estaban más en la onda, usaban también linternas Petzl, que se ajustaban con unas tiras elásticas a la cabeza y te dabann cierta apariencia de minero.

Más adelante, pero ya pasada la primera Guerra del Golfo, cuando se resquebrajaba el Telón de Acero y comenzaba a desangrarse Yugoslavia, surgieron como gran novedad los «Sat-fax», que pesaban unos seis kilos, tenían el tamaño de una caja de zapatos, se alimentaban eléctricamente del mechero del coche y te permitían transmitir aunque no tuvieras acceso a una línea terrestre de teléfono.

Cuesta creerlo, pero el término «computadora personal» no apareció en un artículo del New York Times hasta el 3 de noviembre de 1962. Y en mi caso concreto, no vi lo que debía ser el antecesor del ‘portátil’ hasta el verano de 1979 y fue en manos de algunos enviados especiales norteamericanos, que escribían en diminutas pantallas con una luz de fuego fatuo y caracteres verdosos donde apenas cabía media docena de líneas.

Por lo que se refiere a Internet, no se si andaba muy despistado, pero no me hice cargo de la importancia que tendría para nosotros hasta que descubrí al jovencísmo Joel Brand, que ‘freelanceaba‘ desde Sarajevo para Newsweek, The Times, The Washington Post y cualquiera que le pagase, entrar en 1992 en Compuserve.

Brand no era periodista de formación, pero estaba por Centroeuropa en viaje de estudios o algo parecido cuando comenzó la carnicería balcánica y atrapó la ocasión al vuelo.

 

Cada ciclo periodístico está caracterizado por su parafernalia técnica imprescindible. La firma norteamericana Remington puso en el mercado la primera máquina de escribir en 1872 y diez años después no había periodistas que no poseyera una.

A los reporteros, como a los militares, nos fascinan los inventos. En 1876, Alexander Graham Bell patentó el teléfono, y antes de transcurrido un año el Boston Globe recibió su primera crónica telefónica de un redactor enviado a cubrir una información a treinta kilómetros de distancia.

El teléfono, la maquina de escribir y, sobre todo, el uso generalizado del telégrafo tienen mucho que ver con lo que se conoce como la «Edad de 0ro» de la corresponsalía de guerra.

Esa etapa, en la que coincidieron hallazgos técnicos notables con la eclosión de la prensa popular, abarca el periodo comprendido entre la Guerra de Secesión norteamericana y la Primera Guerra Mundial.

Debido a la difusión del telégrafo, empezó a ser física y financieramente posible publicar crónicas de sus propios reporteros a las pocas horas de concluida la batalla, en lugar de esperar semanas o meses.

Los editores descubrieron que el lector devoraba esas reseñas, siempre que tuvieran cierta calidad narrativa, una buena dosis de aventura y eludieran introducirse en los pantanosos meandros de lo moral o lo político.

Una de las peculiaridades de buena parte de las guerras de esta fase es que no afectaban al futuro de Gran Bretaña o Estados Unidos, los dos países con prensa más boyante. Eso permitía a los diarios tratar las contiendas como meras historietas de acción y capitalizar la desbordante fantasía de los lectores.

En la actualidad las cosas son muy diferentes. Al publico le apasiona un conflicto siempre que sus intereses estén en juego y tiende a dejar de prestarle atención cuando le resulta ajeno o distante.

Excitantes informes sobre combates, con detalles de las masacres y la fiereza de los guerreros de ambos bandos, permitían que el lector no se identificase con nadie que no fuera el intrépido corresponsal y terminaron convirtiendo a los reporteros en los auténticos héroes de casi todas las historias.

No había incidente violento en el globo, por remoto que fuera, al que no acudiera un escriba a lomos de camello, en caballo, burro, barco de vapor o tren, y cargando en su equipaje monedas de oro o un par de pistolas para defenderse si llegaba el caso.

Cuando el general Armstrong Custer perdió su rubia cabellera en Little Big Horn estaba con él un periodista de la Associated Press llamado Mark Kellog.

Cuando el general Charles George Gordon fue alanceado en Jartum, entre los suyos se contaba Frank le Power, corresponsal del Times.

La guerra de Cuba, en la que el agotado Imperio español malogró las últimas perlas de su corona, comenzó con el inefable estímulo de Richard Harding Davis, enviado del New York Journal.

La nota «de nuestro propio corresponsal» se desvaneció en las páginas de la prensa popular y fue reemplazada por el verdadero nombre de los autores, entre los que adquirió la máxima relevancia un escocés llamado Archibald Forbes.

El escocés había estado cinco años alistado en los Dragones Reales y había escrito una novela sobre los motines indígenas en la India.

A pesar de sus éxitos, la «tribu» periodística no se destacaba precisamente por su sofisticación o sus cuidadas maneras.

En palabras de alguno de sus contemporáneos:

«El whisky y el clarete corrían como un leitmotiv en las vidas de unos individuos que buscaban andanzas para huir del tedio impuesto por la incipiente revolución industrial, solían irse al lecho con las botas puestas y a menudo escribían sobre la guerra porque no habían podido dedicarse a hacerla».

Un meridiano ejemplo de esta actitud cínica, que discurre como una constante a lo largo de la historia del reporterismo bélico, es una nota publicada por Ernest Bennett en la Westminster Gazette sobre una escaramuza protagonizada por soldados británicos:

«Un buen número de tommies nunca había estado bajo fuego antes, pero en sus rostros aparecía un gesto de contenida emoción… como ocurre siempre, sorprendí en sus ojos la curiosa mirada que produce el júbilo de derramar sangre, ese misterioso impulso que, a pesar de todo el barniz de la civilización, sigue enraizado en la naturaleza humana.»

Se dice que la guerra es mala para todo el mundo menos para los taxistas, los fabricantes de armas, los cristaleros y los periodistas.

La realidad es que los veteranos que llevan años en la profesión viendo muertos, mutilados y soldados que se creían Rambo y llaman a su madre cuando caen heridos, suelen detestar profundamente la violencia.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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