Tras décadas de desencanto generalizado entre el profesorado, se ha afianzado el principio de inclusividad en el sistema educativo. Los ideólogos de la izquierda asiniestrada, tan ajenos a los costes de oportunidad, con la consentida fantasía de que ninguna política «humanitaria» tiene coste alguno, han aparcado la excelencia a un segundo plano, en aras de la susodicha inclusividad. Criticarla ha devenido anatema.
Así es como, en mi rutina semanal, cojo el metro y me planto en el Instituto público donde me conocen mi identidad judía y a la sinagoga que pertenezco. Por los pasillos, mientras me voy saludando con profesores y alumnos, le esbozo una sonrisa a un colega, deseándole «Shabat Shalom», muy en silencio para no levantar sospechas. Ese colega mío, cuyo nombre no mencionaré, oculta, por razones de seguridad, su condición de judío, exactamente igual que el 70% de los estudiantes hebreos en la actualidad. Este profesor, que actúa como un marrano de la España inquisitorial de los siglos XVI y XVII, no goza del principio de la sacrosanta «inclusividad» woke, justamente porque lo woke lo ha señalado como judío/sionista. Se repite en lo woke, siglos después, el modelo del pretendido «amor cristiano» cuya gracia abarcaba a todo el universo excepto a los cegados judíos, «» de reconocer al Mesías verdadero.
Nuevamente en los pasillos del Instituto de Secundaria, los profesores actuamos con rapidez y diligencia para proteger a aquel pobre alumno, sometido a la tortura del bulling de cuatro compañeros. Los trámites engorrosos y las precauciones burocráticas no nos molestan a la hora de apartar de la víctima a sus agresores, debidamente sancionados y reprendidos. A ningún profesor se le pasaría por la cabeza el fastidio que se habría ahorrado si no estuviese matriculado en su centro este alumno acosado, bien al contrario, sentimos un gran alivio protegiendo al débil.
Horas antes del inicio Shabat, salgo del Instituto a toda prisa. Repaso mi camisa blanca entre los vapores de la plancha, mientras le rezo al cielo para que volvamos todos de la sinagoga, sanos y salvos de cualquier posible atentado terrorista. Los judíos tenemos ya interiorizado ese miedo, como seguramente tantos alumnos víctimas de bulling han interiorizado que un día sin insultos y vejaciones es un día bonito. Al girar caminando desde la esquina, considero normal que la calle de la sinagoga esté cortada por un dispositivo de la policía, mientras oteo los alrededores y me pregunto si esa dotación policial es suficiente para evitar una posible tragedia.
Cruzo la barrera de la policía, ya con la kipá puesta. Me saludan amablemente, mientras le repiten amablemente a una señora repeinada que para acudir a su casa debe dar la vuelta y no pasar por donde pasan los «privilegiados» judíos (en realidad objetivos de los yihadsitas). La señora se pone nerviosa. Su marido la va calmando, con la quejosa resignación de quien no soporta tener que asumir el coste de defender a unos ciudadanos a los que seguramente no considera tan ciudadanos.
Y en esta breve escena a pie de calle, se me aparecen unas cuantas escenas televisadas en las que los cómplices y fomentadores del bulling, parapetados en sus discursos de «solidaridad», no soportan tener que cargar con los costes de proteger a las víctimas del peligro que ellos mismos han ayudado a generar: en Eurovisión, un periodista progre le pregunta a la representante israelí si no es consciente del peligro que su presencia provoca en el resto de participantes; en la Vuelta, se considera que la solución para tranquilizar las sensibilizadas calles es expulsar a los ciclistas del equipo israelí. Si una bomba le peta de rebote a un gentil inocente, la culpa nunca será del terrorista con kefia, sino de la delegación israelí, obstinada en acudir al evento. Bien pensado, un país donde ya no suceden estos engorros es Polonia. Allí, ya asesinaron en su época a los judíos que molestaban. Podría ser el modelo moral para los que han desistido de la ética: una geografía en donde acabemos con las víctimas del acoso para acabar con el acoso.
Sí, ese debe ser el modelo bipolar de los wokes que, luego, sin cargos de conciencia, sin un mínimo examen de coherencia, cambiarán de registro en la Enseñanza Secundaria y protegerán al pobre alumno sometido a bulling porque allí, sí, los que deben ser expulsados son los agresores, no los agredidos. Pero como siempre desde hace miles de años, el buenismo, ese amor con sonrisa de dentífrico que esconde nuestros recalcitrantes egoísmos y fobias, es una universalidad con una particular excepción: los judíos.
Jonathan Trajes
Profesor de Insituto de Educación Secundaria